jueves, 21 de mayo de 2015

Insomnio


Tras una noche de insomnio, dio la bienvenida al nuevo día sentada en el sillón de su biblioteca. Eran cerca de las ocho de la mañana. Miró varias veces el reloj y calculó el tiempo que quedaba hasta la puesta de sol. Ya hacía algunos días que había comenzado el horario de invierno y la oscuridad llegaba demasiado pronto. Aún así, todavía tenía margen para seguir leyendo. Dentro de un rato me iré a la cama—dijo, pensando en alto—. En aquel instante, las líneas del libro que sujetaban sus manos y devoraban sus ojos eran lo único que merecía su atención.

Aunque no había cedido al sueño, sí vestía su pijama a rayas. Enfundárselo cada noche, era todo un ritual; uno más de los muchos que realizaba de forma metódica a lo largo del día. Podría haberlo echado a lavar, tenía manchas de café en una de las mangas, pero había decidido que de momento podía pasar. Paró unos segundos la lectura y observó la habitación. Miró a su alrededor, estaba sentada justo en el centro, bajo la luz de un flexo metálico de pie que había heredado de su abuelo paterno.

Al inicio de la tarde, la estancia mostraba un aspecto un tanto desértico; estaba pintada de un blanco impoluto, como el de las cortinas que adornaban las ventanas. No tenía muebles, pero sí estanterías kilométricas que ocupaban las paredes y su sillón preferido. Un sillón bajo, de oreja, tapizado en verde y muy cómodo, que le había acompañado allá donde había vivido desde que comenzó a estudiar en la universidad. El butacón compartía espacio, sobre la tarima, con varias docenas de cajas de cartón que custodiaban su "tesoro familiar". Sí, así le gustaba llamarlo. 

No se había casado, ni tenía pareja estable, pero lo que contenían aquellas cajas perfectamente ordenadas, era el ajuar que su padre, poco a poco, había ido reuniendo para ella. Tenía el ajuar más valioso del universo y le encantaba enseñárselo a las visitas. Muchos de aquellos libros eran el fruto de años enteros, de decenas de visitas al quiosco del barrio para comprar el dominical,  junto a una nueva entrega de la colección que tocaba ese semestre.

Tras comprobar lo que había escrito en las pegatinas pegadas en los laterales, comenzó a abrirlas y los libros, los cientos de libros que contenían, la saludaron con sus lomos. Fue sacándolos uno a uno, con mucha delicadeza; después los agrupó y los fue colocando en el espacio que tenían reservado. Así, los estantes se fueron rellenando por temáticas. Pasaron varias horas. Sacaba y colocaba, sacaba y colocaba; hasta que aquel desierto se transformó en oasis. Cuando por fin las estanterías estuvieron repletas, llegó el momento de realizar otro de sus rituales: observó aquella maravillosa colección, su tesoro familiar, y eligió una de sus joyas, una entre cientos. 

Se tomó tiempo en la decisión. Primero repasó los títulos del sector derecho, donde había colocado la novela negra y de aventuras. Después, los estantes centrales que contenían obras clásicas de la literatura universal. Finalmente, se detuvo en las baldas más pegadas al suelo, donde se reunían sus autores preferidos; estaban separadas del resto, en el lado izquierdo de la estantería. Tras meditar unos minutos, se decantó por Balzac, por "Ilusiones perdidas". Era lo que necesitaba leer en aquel momento y no puso ningún tipo de resistencia para dejarse secuestrar por aquella historia. 

No todo el mundo entiende la lucha a la que tienen que enfrentarse algunas personas para hacerse un hueco en su profesión. La de Claudia, muy vinculada con ese libro de Balzac, era una auténtica carrera de obstáculos. Con la última, la que le había llevado hasta aquel apartamento, ya eran tres las rupturas que sumaba su registro sentimental por el mismo motivo. ¿Por qué seguía habiendo personas que no respetan los sueños del otro?  Su abuelo se lo había explicado en varias ocasiones. La primera, cuando decidió romper con su novio del instituto, poco antes de marcharse a la Universidad. —Está claro, pequeña—le dijo, acariciando su mejilla . Ese chico, como otros muchos que irán apareciendo en tu vida, no ha leído o no quiere entender la fábula del águila y el halcón. Y tú, cariño, eres un halcón muy vigoroso que quiere volar y volar. Vuelas muy bien, pero según vayan pasando los años lo harás mejor y mejor. El secreto está en no permitir que nada ponga frenos a tu particular vuelo.

Raquel Fernández

estacion-nomada.com