Tras una noche de insomnio, dio la bienvenida al nuevo día sentada en el sillón de su biblioteca. Eran cerca de las ocho de la mañana. Miró varias veces el reloj y calculó el tiempo que quedaba hasta la puesta de sol. Ya hacía algunos días que había comenzado el horario de invierno y la oscuridad llegaba demasiado pronto. Aún así, todavía tenía margen para seguir leyendo. Dentro de un rato me iré a la cama—dijo, pensando en alto—. En aquel instante, las líneas del libro que sujetaban sus manos y devoraban sus ojos eran lo único que merecía su atención.
Aunque no
había cedido al sueño, sí vestía su pijama a rayas. Enfundárselo cada noche,
era todo un ritual; uno más de los muchos que realizaba de forma metódica a lo
largo del día. Podría haberlo echado a lavar, tenía manchas de café en una de
las mangas, pero había decidido que de momento podía pasar. Paró unos segundos
la lectura y observó la habitación. Miró a su alrededor, estaba sentada justo
en el centro, bajo la luz de un flexo metálico de pie que había heredado de su
abuelo paterno.
Al inicio de
la tarde, la estancia mostraba un aspecto un tanto desértico; estaba pintada de
un blanco impoluto, como el de las cortinas que adornaban las ventanas. No
tenía muebles, pero sí estanterías kilométricas que ocupaban las paredes y su
sillón preferido. Un sillón bajo, de oreja, tapizado en verde y muy cómodo, que
le había acompañado allá donde había vivido desde que comenzó a estudiar en la
universidad. El butacón compartía espacio, sobre la tarima, con varias docenas
de cajas de cartón que custodiaban su "tesoro familiar". Sí, así le gustaba
llamarlo.
No se había
casado, ni tenía pareja estable, pero lo que contenían aquellas cajas perfectamente
ordenadas, era el ajuar que su padre, poco a poco, había ido reuniendo para ella.
Tenía el ajuar más valioso del universo y le encantaba enseñárselo a las
visitas. Muchos de aquellos libros eran el fruto de años enteros, de decenas de
visitas al quiosco del barrio para comprar el dominical, junto a una nueva entrega de la colección que
tocaba ese semestre.
Tras
comprobar lo que había escrito en las pegatinas pegadas en los laterales,
comenzó a abrirlas y los libros, los cientos de libros que contenían, la
saludaron con sus lomos. Fue sacándolos uno a uno, con mucha delicadeza;
después los agrupó y los fue colocando en el espacio que tenían reservado. Así,
los estantes se fueron rellenando por temáticas. Pasaron varias horas. Sacaba y
colocaba, sacaba y colocaba; hasta que aquel desierto se transformó en oasis.
Cuando por fin las estanterías estuvieron repletas, llegó el momento de
realizar otro de sus rituales: observó aquella maravillosa colección, su tesoro
familiar, y eligió una de sus joyas, una entre cientos.
Se tomó
tiempo en la decisión. Primero repasó los títulos del sector derecho, donde
había colocado la novela negra y de aventuras. Después, los estantes centrales
que contenían obras clásicas de la literatura universal. Finalmente, se detuvo
en las baldas más pegadas al suelo, donde se reunían sus autores preferidos;
estaban separadas del resto, en el lado izquierdo de la estantería. Tras meditar
unos minutos, se decantó por Balzac, por "Ilusiones perdidas". Era lo
que necesitaba leer en aquel momento y no puso ningún tipo de resistencia para
dejarse secuestrar por aquella historia.
No todo el
mundo entiende la lucha a la que tienen que enfrentarse algunas personas para
hacerse un hueco en su profesión. La de Claudia, muy vinculada con ese libro de Balzac, era una auténtica carrera de obstáculos. Con la última, la que le había llevado hasta
aquel apartamento, ya eran tres las rupturas que sumaba su registro sentimental
por el mismo motivo. ¿Por qué seguía habiendo personas que no respetan los
sueños del otro? Su abuelo se lo había
explicado en varias ocasiones. La primera, cuando decidió romper con su novio
del instituto, poco antes de marcharse a la Universidad. —Está claro, pequeña—le dijo, acariciando su mejilla . Ese chico, como otros muchos que irán apareciendo en tu vida, no ha leído
o no quiere entender la fábula del águila y el halcón. Y tú, cariño, eres un halcón muy vigoroso que quiere volar y volar. Vuelas muy bien, pero según vayan pasando los años lo harás mejor y mejor. El secreto está en no permitir que nada ponga frenos a tu particular vuelo.
Raquel Fernández
Raquel Fernández
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