CAPÍTULO I
Iván
espera impaciente la puesta de sol mientras sube a regañadientes las escaleras
del edificio en el que trabaja. No ha calculado bien el tiempo de la última
ronda con luz natural y quizá hoy se pierda el ocaso; tan solo le quedan cincuenta
escalones para regresar a su puesto de vigilancia. Decide que se escapará a
verlo al pasillo de la sala Borbón-Lorenzana, desde sus ventanales se puede
disfrutar de atardeceres impresionantes; le encanta contemplarlos, son un balón
de oxígeno en su rutina.
Así
lo hace, deja que sus pasos le lleven hasta la galería más luminosa de aquella
biblioteca. En una de las butacas instaladas frente a las ventanas, una chica
pelirroja apura las últimas líneas de su lectura. Los cálculos de Iván han sido
bastante precisos y allí está, frente a él, se dibuja un sol que muta a rojo y
un cielo totalmente anaranjado. La degradación cromática es tan fantástica que
el vello de los brazos se le está erizando.
Tras
disfrutar del espectáculo, regresa a su mostrador; tan solo quedan unos minutos
para cerrar. Ha comenzado a llover y los últimos usuarios entran casi
empapados. A Aurora también le ha sorprendido el chaparrón. Aunque la tienda
que regenta está cerca del Alcázar, no le ha dado tiempo a resguardarse en
ningún soportal y ha llegado corriendo, casi sin aliento, pero con una sonrisa
que lo ilumina todo. Saludar a aquella chica de larga melena rizada es otro de
los alicientes de Iván. Se define a sí misma como una enamorada de la
literatura; cada quince días se acerca a echar una ojeada y se lleva algún
libro.
Bajo
su gabardina, protege como un tesoro, tres ejemplares que cogió prestados en su
visita anterior. Uno de ellos es muy antiguo; aunque ha sido restaurado, su
encuadernación está bastante deslucida. Al entregarlos, el bibliotecario mira
ese en concreto con un gesto de extrañeza, pero lo coloca en el carrito de
devoluciones. Aurora baja en el ascensor y al llegar a la salida, ya sin
libros, utiliza su chaqueta a modo de paraguas.
Es
la hora de cierre. El personal de limpieza comienza a desinfectar todas las
estancias. Inés ha terminado de sacar brillo a las vitrinas que custodian las
obras más preciadas. Mira a su alrededor para comprobar que no hay nadie cerca
y amparada por aquella intimidad, hojea algunas de las obras que se guardan
bajo llave. Colocadas como auténticos trofeos, le saludan las primeras
ediciones de La Celestina de Fernando
de Rojas, Fuenteovejuna de Lope de
Vega y otras muchas historias que conoce de memoria. Tras hacer un repaso por
los estantes inferiores, sube las escaleras de madera labrada para acceder a
las librerías más altas. Aquella sala es mágica, parece que el tiempo se ha
parado allí. Una paz espectral lo inunda todo.
Cada
jornada, durante más de veinte años, Inés realiza el mismo ritual: saluda a sus
obras preferidas, haciendo un guiño a cada uno de sus personajes. Conoce de
memoria los capítulos en los que comienza la acción o los pasajes donde se
registran las frases más románticas; le encanta leerlas susurrando. Pero esa
noche, llama su atención un elemento nuevo; se trata de un ejemplar que acaban
de colocar en la última balda de un armario. Casi de puntillas, comienza a deslizar
sus dedos para sacarlo. Ya está casi fuera cuando se ve obligada a abandonar su
intento; Iván la está buscando y la reclama a gritos:
— ¡Inés,
es hora de marcharnos!
Atrapa su plumero de forma
precipitada y se desliza por la barandilla hasta llegar al suelo de un brinco.
La puerta no encaja muy bien y tiene que tirar bruscamente del pomo. El portazo
ha provocado que ese libro misterioso caiga al suelo; con las prisas ha
olvidado cerrar las vitrinas de cristal.
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El Alcázar de Toledo desde los dominios del Palacio de Galiana. Foto: Reino de Barataria |
— ¡Amigo Sancho! —grita don Quijote aterrorizado—. Por amor de Dios, ven a socorrer a tu amo, que la tierra se ha movido como si un batallón de gigantes la hubiera zarandeado. Cosa de brujería parece. Ven presto, que no encuentro el modo de recuperar el equilibrio.
—Aquí
estoy, mi señor —responde Sancho—. Pero vuestra merced, su equilibrio es difícil
de recuperar; más aún el de su cuerpo que más parece un garabato que la
anatomía de un hombre de carne y hueso. Se me presenta difícil deshacer este entuerto.
—¡Ay,
Sancho! —se queja don Quijote—, no me asustes, que noto como todos los huesos
me duelen a la vez. Y no hables alto, que tampoco quiero que nadie se entere de
esto que me acaba de suceder. Debe haber sido obra de esos encantadores que nos
persiguen.
—Pues
yo, mi señor —replica Sancho—, más bien creo que ha tenido un mal sueño y se ha
caído de la cama. Espere un momento, que la llama del candil se está apagando y
no encuentro con que encenderla.
—Pero
Sancho, no te preocupes por llamas consumidas… —dice don Quijote algo molesto—.
Qué mejor luz que la de esa luna que nos saluda… Esta noche está tan llena que
sería un sacrilegio perturbar su brillo.
—Como
quiera vuestra merced —responde su escudero—. Ya parece que me voy
acostumbrando a la penumbra y a sus sombras; aunque en la suya no se distinguen
brazos ni piernas. Me sigue recordando a una marioneta imposible de recomponer.
—Deja
de hablar por lo bajo, criticón —le recrimina su amo—, y ayúdame a salir de
este lío.
En
estas, don Quijote se queda como petrificado mirando a su alrededor. Sus ojos
se van acostumbrando a las luces nocturnas, pero los tiene que abrir aún más.
No reconoce el lugar en el que se hallan; le recuerda algo a la alcoba de su
casa en la que antaño guardaba sus libros de caballerías, esos que algún brujo
hizo desaparecer. Pero aquel sitio, en el que las estanterías se elevan como
titanes, es menos humilde que su antigua morada.
—¡Estamos
siendo objeto de un encantamiento! —afirma con convicción don Quijote—. Debe
haber sido el sabio Merlín… porque este lugar no ha sido creado por un brujo de
tres al cuarto. Estamos ante la mayor obra de magia que hayamos sufrido hasta
ahora; lo que veo parece de otro mundo, Sancho.
—Señor
don Quijote, no me asuste—le dice Sancho conteniendo la respiración—, que me
están temblando hasta los pelillos de la nariz. ¿Por qué lo asegura tan convencido vuestra merced? Estamos en casa
de los duques… llevamos aquí varios días porque nos han invitado… Son grandes
admiradores suyos.
—¡Qué
no, Sancho, que te digo que no! —le increpa malhumorado don Quijote—. Abre esa
puerta en este mismo instante y deja que la luna ilumine más el cuarto.
Sancho
sigue las órdenes de su amo, aunque con mucha precaución. Avanza con sigilo,
sin poder disimular su miedo. Al momento, regresa mordiéndose las uñas, muy
nervioso.
—¡Ay,
mi señor, que tiene usted razón! Esto es cosa de brujería… No es la casa de los
duques ni la alcoba donde dormíamos... Mirando por los ventanales que están ahí
fuera, he podido distinguir decenas de tejados apiñados. Parece que algún mago
nos ha hechizado y nos ha encarcelado en una fortaleza... ¿Dónde estamos,
señor?
El
de la triste figura sale también de la estancia y observa desde lo alto. Lo que
tiene frente a él es una gran ciudad, de las más hermosas que ha visto en el
transcurso de sus aventuras. Tras disfrutar unos minutos de aquellas vistas, se
da media vuelta y vuelve a entrar en la sala.
—Un
caballero jamás se atemoriza por nada, menos aún por encantamientos —murmura
pensativo.
Abraza
a su escudero y, con la mirada perdida, señala con su mano los miles de libros
que les rodean.
—Escoge
el que más te guste…—le dice hinchando el pecho y moviéndose de forma
distinguida—. Además tengo que advertirte de que quien te va a hablar a partir
de ahora no es tu amo, sino el que un día fuera tu vecino Alonso Quijano.
Después
de mucho mirar y remirar, Sancho decide inspeccionar la parte de arriba. Nada
más subir, descubre que al final de la pasarela hay un ejemplar en el suelo,
está boca abajo, abierto por la mitad. Al recogerlo, intenta descifrar el
título y se queda helado, como si un espectro le hubiese atravesado en ese
mismo instante. Vuelve a releer aquellas letras; tal vez es fruto de su
imaginación, pero no. Entre sus manos, tiene una obra en cuya portada han
grabado, con tinta dorada, el nombre de la que han decidido titular no la
primera, sino la segunda parte del “Ingenioso
caballero don Quijote de la Mancha”.
—
¡Señor Quijano, mire lo que acabo de encontrar! —vocea Sancho desde las
alturas, mostrándole aquel libro bastante grueso.
Según
va bajando los escalones, con un ojo en las páginas y otro en los peldaños, añade:
—Parece
hablar de nuestras aventuras. Aunque no sé muy bien leer estas letras, algo me
hace pensar que alguien ha escrito cosas que aún no han pasado.
Alonso
Quijano arrebata con arrogancia el ejemplar a su compañero y se lo acerca a los
ojos; el único impedimento entre ambos es su afilada nariz. No da crédito.
Busca a tientas con su mano uno de los escalones y se sienta.
Raquel Fernández
Raquel Fernández