viernes, 15 de abril de 2016

LUCES Y SOMBRAS I



        CAPÍTULO I

Iván espera impaciente la puesta de sol mientras sube a regañadientes las escaleras del edificio en el que trabaja. No ha calculado bien el tiempo de la última ronda con luz natural y quizá hoy se pierda el ocaso; tan solo le quedan cincuenta escalones para regresar a su puesto de vigilancia. Decide que se escapará a verlo al pasillo de la sala Borbón-Lorenzana, desde sus ventanales se puede disfrutar de atardeceres impresionantes; le encanta contemplarlos, son un balón de oxígeno en su rutina.
            Así lo hace, deja que sus pasos le lleven hasta la galería más luminosa de aquella biblioteca. En una de las butacas instaladas frente a las ventanas, una chica pelirroja apura las últimas líneas de su lectura. Los cálculos de Iván han sido bastante precisos y allí está, frente a él, se dibuja un sol que muta a rojo y un cielo totalmente anaranjado. La degradación cromática es tan fantástica que el vello de los brazos se le está erizando.
            Tras disfrutar del espectáculo, regresa a su mostrador; tan solo quedan unos minutos para cerrar. Ha comenzado a llover y los últimos usuarios entran casi empapados. A Aurora también le ha sorprendido el chaparrón. Aunque la tienda que regenta está cerca del Alcázar, no le ha dado tiempo a resguardarse en ningún soportal y ha llegado corriendo, casi sin aliento, pero con una sonrisa que lo ilumina todo. Saludar a aquella chica de larga melena rizada es otro de los alicientes de Iván. Se define a sí misma como una enamorada de la literatura; cada quince días se acerca a echar una ojeada y se lleva algún libro.
            Bajo su gabardina, protege como un tesoro, tres ejemplares que cogió prestados en su visita anterior. Uno de ellos es muy antiguo; aunque ha sido restaurado, su encuadernación está bastante deslucida. Al entregarlos, el bibliotecario mira ese en concreto con un gesto de extrañeza, pero lo coloca en el carrito de devoluciones. Aurora baja en el ascensor y al llegar a la salida, ya sin libros, utiliza su chaqueta a modo de paraguas.
            Es la hora de cierre. El personal de limpieza comienza a desinfectar todas las estancias. Inés ha terminado de sacar brillo a las vitrinas que custodian las obras más preciadas. Mira a su alrededor para comprobar que no hay nadie cerca y amparada por aquella intimidad, hojea algunas de las obras que se guardan bajo llave. Colocadas como auténticos trofeos, le saludan las primeras ediciones de La Celestina de Fernando de Rojas, Fuenteovejuna de Lope de Vega y otras muchas historias que conoce de memoria. Tras hacer un repaso por los estantes inferiores, sube las escaleras de madera labrada para acceder a las librerías más altas. Aquella sala es mágica, parece que el tiempo se ha parado allí. Una paz espectral lo inunda todo.
            Cada jornada, durante más de veinte años, Inés realiza el mismo ritual: saluda a sus obras preferidas, haciendo un guiño a cada uno de sus personajes. Conoce de memoria los capítulos en los que comienza la acción o los pasajes donde se registran las frases más románticas; le encanta leerlas susurrando. Pero esa noche, llama su atención un elemento nuevo; se trata de un ejemplar que acaban de colocar en la última balda de un armario. Casi de puntillas, comienza a deslizar sus dedos para sacarlo. Ya está casi fuera cuando se ve obligada a abandonar su intento; Iván la está buscando y la reclama a gritos:
— ¡Inés, es hora de marcharnos!
Atrapa su plumero de forma precipitada y se desliza por la barandilla hasta llegar al suelo de un brinco. La puerta no encaja muy bien y tiene que tirar bruscamente del pomo. El portazo ha provocado que ese libro misterioso caiga al suelo; con las prisas ha olvidado cerrar las vitrinas de cristal.



El Alcázar de Toledo desde los dominios del Palacio de Galiana. Foto: Reino de Barataria


— ¡Amigo Sancho! —grita don Quijote aterrorizado—. Por amor de Dios, ven a socorrer a tu amo, que la tierra se ha movido como si un batallón de gigantes la hubiera zarandeado. Cosa de brujería parece. Ven presto, que no encuentro el modo de recuperar el equilibrio.
—Aquí estoy, mi señor —responde Sancho—. Pero vuestra merced, su equilibrio es difícil de recuperar; más aún el de su cuerpo que más parece un garabato que la anatomía de un hombre de carne y hueso. Se me presenta difícil deshacer este entuerto.
—¡Ay, Sancho! —se queja don Quijote—, no me asustes, que noto como todos los huesos me duelen a la vez. Y no hables alto, que tampoco quiero que nadie se entere de esto que me acaba de suceder. Debe haber sido obra de esos encantadores que nos persiguen.
—Pues yo, mi señor —replica Sancho—, más bien creo que ha tenido un mal sueño y se ha caído de la cama. Espere un momento, que la llama del candil se está apagando y no encuentro con que encenderla.
—Pero Sancho, no te preocupes por llamas consumidas… —dice don Quijote algo molesto—. Qué mejor luz que la de esa luna que nos saluda… Esta noche está tan llena que sería un sacrilegio perturbar su brillo.
—Como quiera vuestra merced —responde su escudero—. Ya parece que me voy acostumbrando a la penumbra y a sus sombras; aunque en la suya no se distinguen brazos ni piernas. Me sigue recordando a una marioneta imposible de recomponer.
—Deja de hablar por lo bajo, criticón —le recrimina su amo—, y ayúdame a salir de este lío.
En estas, don Quijote se queda como petrificado mirando a su alrededor. Sus ojos se van acostumbrando a las luces nocturnas, pero los tiene que abrir aún más. No reconoce el lugar en el que se hallan; le recuerda algo a la alcoba de su casa en la que antaño guardaba sus libros de caballerías, esos que algún brujo hizo desaparecer. Pero aquel sitio, en el que las estanterías se elevan como titanes, es menos humilde que su antigua morada.
—¡Estamos siendo objeto de un encantamiento! —afirma con convicción don Quijote—. Debe haber sido el sabio Merlín… porque este lugar no ha sido creado por un brujo de tres al cuarto. Estamos ante la mayor obra de magia que hayamos sufrido hasta ahora; lo que veo parece de otro mundo, Sancho.
—Señor don Quijote, no me asuste—le dice Sancho conteniendo la respiración—, que me están temblando hasta los pelillos de la nariz. ¿Por qué lo asegura  tan convencido vuestra merced? Estamos en casa de los duques… llevamos aquí varios días porque nos han invitado… Son grandes admiradores suyos.
—¡Qué no, Sancho, que te digo que no! —le increpa malhumorado don Quijote—. Abre esa puerta en este mismo instante y deja que la luna ilumine más el cuarto.
            Sancho sigue las órdenes de su amo, aunque con mucha precaución. Avanza con sigilo, sin poder disimular su miedo. Al momento, regresa mordiéndose las uñas, muy nervioso.
—¡Ay, mi señor, que tiene usted razón! Esto es cosa de brujería… No es la casa de los duques ni la alcoba donde dormíamos... Mirando por los ventanales que están ahí fuera, he podido distinguir decenas de tejados apiñados. Parece que algún mago nos ha hechizado y nos ha encarcelado en una fortaleza... ¿Dónde estamos, señor?
El de la triste figura sale también de la estancia y observa desde lo alto. Lo que tiene frente a él es una gran ciudad, de las más hermosas que ha visto en el transcurso de sus aventuras. Tras disfrutar unos minutos de aquellas vistas, se da media vuelta y vuelve a entrar en la sala.
—Un caballero jamás se atemoriza por nada, menos aún por encantamientos —murmura pensativo.
Abraza a su escudero y, con la mirada perdida, señala con su mano los miles de libros que les rodean.
—Escoge el que más te guste…—le dice hinchando el pecho y moviéndose de forma distinguida—. Además tengo que advertirte de que quien te va a hablar a partir de ahora no es tu amo, sino el que un día fuera tu vecino Alonso Quijano.
Después de mucho mirar y remirar, Sancho decide inspeccionar la parte de arriba. Nada más subir, descubre que al final de la pasarela hay un ejemplar en el suelo, está boca abajo, abierto por la mitad. Al recogerlo, intenta descifrar el título y se queda helado, como si un espectro le hubiese atravesado en ese mismo instante. Vuelve a releer aquellas letras; tal vez es fruto de su imaginación, pero no. Entre sus manos, tiene una obra en cuya portada han grabado, con tinta dorada, el nombre de la que han decidido titular no la primera, sino la segunda parte del “Ingenioso caballero don Quijote de la Mancha”.
— ¡Señor Quijano, mire lo que acabo de encontrar! —vocea Sancho desde las alturas, mostrándole aquel libro bastante grueso.         
Según va bajando los escalones, con un ojo en las páginas y otro en los peldaños, añade:
—Parece hablar de nuestras aventuras. Aunque no sé muy bien leer estas letras, algo me hace pensar que alguien ha escrito cosas que aún no han pasado.

Alonso Quijano arrebata con arrogancia el ejemplar a su compañero y se lo acerca a los ojos; el único impedimento entre ambos es su afilada nariz. No da crédito. Busca a tientas con su mano uno de los escalones y se sienta. 

Raquel Fernández