sábado, 20 de agosto de 2016

Oro blanco



Tal vez lo mejor habría sido alejarse de aquel ambiente nocturno mucho antes, pero cuando somos jóvenes el amor nos ciega con mayor intensidad y no vemos las consecuencias negativas que nos traerán algunas relaciones. 

Celia rompió con todo para cuidar del que creía el hombre de su vida. Dejó a un lado sus verdaderas aspiraciones y sus sueños por complacerle. No era consciente de que al intentar ayudarle, poco a poco estaba cayendo en una trampa. 

Adolfo era consumidor habitual de cocaína. Empezó a esnifar rayas a los dieciocho y se había convertido en un incondicional de aquella sustancia traicionera. Su personalidad había cambiado hasta extremos irracionales. Celia pasaba de ser su dulce compañera de viaje, al mayor estorbo de su vida. A pesar de estas mutaciones de comportamiento, ella sacaba fuerzas de flaqueza y seguía luchando por rescatarle de aquel hoyo tan oscuro y profundo en el que estaba sumido. Lo hacía en recuerdo a sus años felices. Ansiaba que volvieran. Lo ansiaba con todas sus fuerzas. Volver a aquel tiempo en el que ambos, estando juntos, se sentían el centro de su universo. Su vida estaba inflamada por la luz que desprendían, también por sus sonrisas. Y no les preocupaba el mañana, su presente les bastaba. Cada día era más feliz que el anterior.

Pero todo había cambiado y su universo se había transformado en oscuridad y llanto. Y ahora su mañana era un misterio angustioso. Los fines de semana eran auténticas pesadillas. Adolfo desaparecía los viernes, tras salir del trabajo a algún lugar desconocido y no regresaba hasta el domingo. Se arreglaba, se perfumaba, montaba en su deportivo negro y desaparecía. No atendía a llamadas, no daba datos de su destino. Aquella espera era eterna para Celia. Tan solo tenía 20 años y lloraba desconsolada como una niña en aquel apartamento a las afueras de Valencia.

¿Por qué la dejaba sola? ¿Por qué no compartía con ella aquellas salidas? ¿Por qué no respondía a sus mensajes? ¿Por qué la trataba con desprecio? 

No entendía nada. Estaba perdida en aquel mundo que discurría entre cuatro paredes. Estaba atrapada en su propia cárcel. Tenía la llave para ser libre, pero su amor la paralizaba. Eso sí, su oído se había agudizado hasta el punto que distinguía el sonido del motor del coche de Adolfo al llegar al parking, aunque estuviese a la otra punta de la casa. En ocasiones fallaba, creía reconocerlo, pero al mirar a través de los agujeritos de la persiana polvorienta del salón, descubría que no era él, sino un vecino del bloque de al lado. 

Miraba a través de los agujeritos para disimular. No lo hacía con la ventana abierta de par en par, porque si Adolfo notaba que estaba pendiente de sus movimientos, del momento de su llegada, de la hora de su regreso, se mostraba arisco y distante. Y ella quería abrazarlo y besarlo cuando apareciese por aquella puerta. No quería que nada impidiese ese momento, a pesar de la indiferencia que Adolfo le regalaba en sus reencuentros.

—Deberías huir de mí. Creo que si permaneces a mi lado, te arruinaré la vida.

Esa era una de tantas frases que demostraban que el amor de Celia no era correspondido. En ocasiones Adolfo exponía sus pensamientos en voz alta, cuando la sensatez ganaba espacio a la locura. Pero Celia era una niña enamorada, sólo quería que aquel mal sueño acabase cuanto antes para poder vivir feliz. No quería hacer caso a aquellas advertencias.

Así pasaron dos años, hasta que una tarde de marzo sonó el teléfono. Celia lo descolgó, a pesar de que Adolfo también se lo tenía prohibido. Sí, se lo había prohibido. Entre sus muchas paranoias estaba también esa. ¿Paranoias o realidad? Celia a veces se perdía en aquel caos psicótico de su compañero. Era él, pero en esta ocasión no la regañó.

—Prepara algo de equipaje. Este fin de semana nos marchamos a visitar a unos amigos.

No daba crédito a lo que acababa de escuchar. ¿Un viaje? ¿Con él? No le había dado tiempo ni si quiera a preguntar a dónde iban. La llamada había sido telegráfica. 

Con una mezcla de ilusión e incertidumbre, Celia hizo su maleta: un par de vaqueros, unas camisetas y una chaqueta fina por si refrescaba por la noche. La dejó cerca de la puerta y esperó a que sonara el timbre o el teléfono o un grito de aviso desde la calle. Pero nada de eso pasó. Tan solo pasaba el tiempo. Una hora, dos… nadie fue a recogerla.

Ese fin de semana volvía a pasarlo sola, atrapada entre aquellas cuatro paredes. Empezó a llorar tirada en el sofá. Le invadía la angustia y la tristeza. Pero después de un buen rato de sollozos, con los ojos inflamados y enrojecidos, se miró en el espejo del baño y decidió que aquella vez iba a ser distinta. Decidió hacer una fiesta consigo misma y abrió un pollo de coca que Adolfo había dejado olvidado en uno de los cajones. Preparó diez rayas finas sobre el cristal de la mesa, cogió una botella de whisky y le dio un buen trago. Estaba muy caliente y su fuerte sabor amargo le irritó la garganta hasta provocarle una arcada. Así empezó Celia el ritual de su locura. La suya consigo misma.

Cogió uno de los vinilos que su chico guardaba como piezas de museo y lo puso a sonar en el tocadiscos. Inspiró una bocanada de aire, con mucha fuerza, suspiro con estrépito y volvió a inspirar, pero ahora más droga. Se metió dos rayas seguidas, le dio otro gran trago a aquella botella del diablo, subió a tope el volumen de la música y comenzó a bailar. Aquella noche no le importaba nada. No le importaba molestar a los vecinos. Solo bailar y beber y meterse rayas, una tras otra. Aquella noche su baile iba acompañado de carcajadas nerviosas y de muecas exageradas por el ácido de la farlopa. Estaba como poseída.

El subidón del oro blanco le duró hasta el domingo, estuvo dos días sin dormir. Cuando se tumbaba en la cama, no podía cerrar los ojos. Y cuando al fin lo consiguió, volvió a sonar el teléfono. Estaba agotada y resacosa. Su cabeza iba a estallar por un dolor insoportable. Se levantó de la cama casi a rastras y descolgó. Era Adolfo. Su voz se entrecortaba. 

La policía le había cazado en el aeropuerto de Tenerife. Estaba en la cárcel.

Raquel Fernández