sábado, 20 de agosto de 2016

Oro blanco



Tal vez lo mejor habría sido alejarse de aquel ambiente nocturno mucho antes, pero cuando somos jóvenes el amor nos ciega con mayor intensidad y no vemos las consecuencias negativas que nos traerán algunas relaciones. 

Celia rompió con todo para cuidar del que creía el hombre de su vida. Dejó a un lado sus verdaderas aspiraciones y sus sueños por complacerle. No era consciente de que al intentar ayudarle, poco a poco estaba cayendo en una trampa. 

Adolfo era consumidor habitual de cocaína. Empezó a esnifar rayas a los dieciocho y se había convertido en un incondicional de aquella sustancia traicionera. Su personalidad había cambiado hasta extremos irracionales. Celia pasaba de ser su dulce compañera de viaje, al mayor estorbo de su vida. A pesar de estas mutaciones de comportamiento, ella sacaba fuerzas de flaqueza y seguía luchando por rescatarle de aquel hoyo tan oscuro y profundo en el que estaba sumido. Lo hacía en recuerdo a sus años felices. Ansiaba que volvieran. Lo ansiaba con todas sus fuerzas. Volver a aquel tiempo en el que ambos, estando juntos, se sentían el centro de su universo. Su vida estaba inflamada por la luz que desprendían, también por sus sonrisas. Y no les preocupaba el mañana, su presente les bastaba. Cada día era más feliz que el anterior.

Pero todo había cambiado y su universo se había transformado en oscuridad y llanto. Y ahora su mañana era un misterio angustioso. Los fines de semana eran auténticas pesadillas. Adolfo desaparecía los viernes, tras salir del trabajo a algún lugar desconocido y no regresaba hasta el domingo. Se arreglaba, se perfumaba, montaba en su deportivo negro y desaparecía. No atendía a llamadas, no daba datos de su destino. Aquella espera era eterna para Celia. Tan solo tenía 20 años y lloraba desconsolada como una niña en aquel apartamento a las afueras de Valencia.

¿Por qué la dejaba sola? ¿Por qué no compartía con ella aquellas salidas? ¿Por qué no respondía a sus mensajes? ¿Por qué la trataba con desprecio? 

No entendía nada. Estaba perdida en aquel mundo que discurría entre cuatro paredes. Estaba atrapada en su propia cárcel. Tenía la llave para ser libre, pero su amor la paralizaba. Eso sí, su oído se había agudizado hasta el punto que distinguía el sonido del motor del coche de Adolfo al llegar al parking, aunque estuviese a la otra punta de la casa. En ocasiones fallaba, creía reconocerlo, pero al mirar a través de los agujeritos de la persiana polvorienta del salón, descubría que no era él, sino un vecino del bloque de al lado. 

Miraba a través de los agujeritos para disimular. No lo hacía con la ventana abierta de par en par, porque si Adolfo notaba que estaba pendiente de sus movimientos, del momento de su llegada, de la hora de su regreso, se mostraba arisco y distante. Y ella quería abrazarlo y besarlo cuando apareciese por aquella puerta. No quería que nada impidiese ese momento, a pesar de la indiferencia que Adolfo le regalaba en sus reencuentros.

—Deberías huir de mí. Creo que si permaneces a mi lado, te arruinaré la vida.

Esa era una de tantas frases que demostraban que el amor de Celia no era correspondido. En ocasiones Adolfo exponía sus pensamientos en voz alta, cuando la sensatez ganaba espacio a la locura. Pero Celia era una niña enamorada, sólo quería que aquel mal sueño acabase cuanto antes para poder vivir feliz. No quería hacer caso a aquellas advertencias.

Así pasaron dos años, hasta que una tarde de marzo sonó el teléfono. Celia lo descolgó, a pesar de que Adolfo también se lo tenía prohibido. Sí, se lo había prohibido. Entre sus muchas paranoias estaba también esa. ¿Paranoias o realidad? Celia a veces se perdía en aquel caos psicótico de su compañero. Era él, pero en esta ocasión no la regañó.

—Prepara algo de equipaje. Este fin de semana nos marchamos a visitar a unos amigos.

No daba crédito a lo que acababa de escuchar. ¿Un viaje? ¿Con él? No le había dado tiempo ni si quiera a preguntar a dónde iban. La llamada había sido telegráfica. 

Con una mezcla de ilusión e incertidumbre, Celia hizo su maleta: un par de vaqueros, unas camisetas y una chaqueta fina por si refrescaba por la noche. La dejó cerca de la puerta y esperó a que sonara el timbre o el teléfono o un grito de aviso desde la calle. Pero nada de eso pasó. Tan solo pasaba el tiempo. Una hora, dos… nadie fue a recogerla.

Ese fin de semana volvía a pasarlo sola, atrapada entre aquellas cuatro paredes. Empezó a llorar tirada en el sofá. Le invadía la angustia y la tristeza. Pero después de un buen rato de sollozos, con los ojos inflamados y enrojecidos, se miró en el espejo del baño y decidió que aquella vez iba a ser distinta. Decidió hacer una fiesta consigo misma y abrió un pollo de coca que Adolfo había dejado olvidado en uno de los cajones. Preparó diez rayas finas sobre el cristal de la mesa, cogió una botella de whisky y le dio un buen trago. Estaba muy caliente y su fuerte sabor amargo le irritó la garganta hasta provocarle una arcada. Así empezó Celia el ritual de su locura. La suya consigo misma.

Cogió uno de los vinilos que su chico guardaba como piezas de museo y lo puso a sonar en el tocadiscos. Inspiró una bocanada de aire, con mucha fuerza, suspiro con estrépito y volvió a inspirar, pero ahora más droga. Se metió dos rayas seguidas, le dio otro gran trago a aquella botella del diablo, subió a tope el volumen de la música y comenzó a bailar. Aquella noche no le importaba nada. No le importaba molestar a los vecinos. Solo bailar y beber y meterse rayas, una tras otra. Aquella noche su baile iba acompañado de carcajadas nerviosas y de muecas exageradas por el ácido de la farlopa. Estaba como poseída.

El subidón del oro blanco le duró hasta el domingo, estuvo dos días sin dormir. Cuando se tumbaba en la cama, no podía cerrar los ojos. Y cuando al fin lo consiguió, volvió a sonar el teléfono. Estaba agotada y resacosa. Su cabeza iba a estallar por un dolor insoportable. Se levantó de la cama casi a rastras y descolgó. Era Adolfo. Su voz se entrecortaba. 

La policía le había cazado en el aeropuerto de Tenerife. Estaba en la cárcel.

Raquel Fernández 

 

viernes, 15 de abril de 2016

LUCES Y SOMBRAS I



        CAPÍTULO I

Iván espera impaciente la puesta de sol mientras sube a regañadientes las escaleras del edificio en el que trabaja. No ha calculado bien el tiempo de la última ronda con luz natural y quizá hoy se pierda el ocaso; tan solo le quedan cincuenta escalones para regresar a su puesto de vigilancia. Decide que se escapará a verlo al pasillo de la sala Borbón-Lorenzana, desde sus ventanales se puede disfrutar de atardeceres impresionantes; le encanta contemplarlos, son un balón de oxígeno en su rutina.
            Así lo hace, deja que sus pasos le lleven hasta la galería más luminosa de aquella biblioteca. En una de las butacas instaladas frente a las ventanas, una chica pelirroja apura las últimas líneas de su lectura. Los cálculos de Iván han sido bastante precisos y allí está, frente a él, se dibuja un sol que muta a rojo y un cielo totalmente anaranjado. La degradación cromática es tan fantástica que el vello de los brazos se le está erizando.
            Tras disfrutar del espectáculo, regresa a su mostrador; tan solo quedan unos minutos para cerrar. Ha comenzado a llover y los últimos usuarios entran casi empapados. A Aurora también le ha sorprendido el chaparrón. Aunque la tienda que regenta está cerca del Alcázar, no le ha dado tiempo a resguardarse en ningún soportal y ha llegado corriendo, casi sin aliento, pero con una sonrisa que lo ilumina todo. Saludar a aquella chica de larga melena rizada es otro de los alicientes de Iván. Se define a sí misma como una enamorada de la literatura; cada quince días se acerca a echar una ojeada y se lleva algún libro.
            Bajo su gabardina, protege como un tesoro, tres ejemplares que cogió prestados en su visita anterior. Uno de ellos es muy antiguo; aunque ha sido restaurado, su encuadernación está bastante deslucida. Al entregarlos, el bibliotecario mira ese en concreto con un gesto de extrañeza, pero lo coloca en el carrito de devoluciones. Aurora baja en el ascensor y al llegar a la salida, ya sin libros, utiliza su chaqueta a modo de paraguas.
            Es la hora de cierre. El personal de limpieza comienza a desinfectar todas las estancias. Inés ha terminado de sacar brillo a las vitrinas que custodian las obras más preciadas. Mira a su alrededor para comprobar que no hay nadie cerca y amparada por aquella intimidad, hojea algunas de las obras que se guardan bajo llave. Colocadas como auténticos trofeos, le saludan las primeras ediciones de La Celestina de Fernando de Rojas, Fuenteovejuna de Lope de Vega y otras muchas historias que conoce de memoria. Tras hacer un repaso por los estantes inferiores, sube las escaleras de madera labrada para acceder a las librerías más altas. Aquella sala es mágica, parece que el tiempo se ha parado allí. Una paz espectral lo inunda todo.
            Cada jornada, durante más de veinte años, Inés realiza el mismo ritual: saluda a sus obras preferidas, haciendo un guiño a cada uno de sus personajes. Conoce de memoria los capítulos en los que comienza la acción o los pasajes donde se registran las frases más románticas; le encanta leerlas susurrando. Pero esa noche, llama su atención un elemento nuevo; se trata de un ejemplar que acaban de colocar en la última balda de un armario. Casi de puntillas, comienza a deslizar sus dedos para sacarlo. Ya está casi fuera cuando se ve obligada a abandonar su intento; Iván la está buscando y la reclama a gritos:
— ¡Inés, es hora de marcharnos!
Atrapa su plumero de forma precipitada y se desliza por la barandilla hasta llegar al suelo de un brinco. La puerta no encaja muy bien y tiene que tirar bruscamente del pomo. El portazo ha provocado que ese libro misterioso caiga al suelo; con las prisas ha olvidado cerrar las vitrinas de cristal.



El Alcázar de Toledo desde los dominios del Palacio de Galiana. Foto: Reino de Barataria


— ¡Amigo Sancho! —grita don Quijote aterrorizado—. Por amor de Dios, ven a socorrer a tu amo, que la tierra se ha movido como si un batallón de gigantes la hubiera zarandeado. Cosa de brujería parece. Ven presto, que no encuentro el modo de recuperar el equilibrio.
—Aquí estoy, mi señor —responde Sancho—. Pero vuestra merced, su equilibrio es difícil de recuperar; más aún el de su cuerpo que más parece un garabato que la anatomía de un hombre de carne y hueso. Se me presenta difícil deshacer este entuerto.
—¡Ay, Sancho! —se queja don Quijote—, no me asustes, que noto como todos los huesos me duelen a la vez. Y no hables alto, que tampoco quiero que nadie se entere de esto que me acaba de suceder. Debe haber sido obra de esos encantadores que nos persiguen.
—Pues yo, mi señor —replica Sancho—, más bien creo que ha tenido un mal sueño y se ha caído de la cama. Espere un momento, que la llama del candil se está apagando y no encuentro con que encenderla.
—Pero Sancho, no te preocupes por llamas consumidas… —dice don Quijote algo molesto—. Qué mejor luz que la de esa luna que nos saluda… Esta noche está tan llena que sería un sacrilegio perturbar su brillo.
—Como quiera vuestra merced —responde su escudero—. Ya parece que me voy acostumbrando a la penumbra y a sus sombras; aunque en la suya no se distinguen brazos ni piernas. Me sigue recordando a una marioneta imposible de recomponer.
—Deja de hablar por lo bajo, criticón —le recrimina su amo—, y ayúdame a salir de este lío.
En estas, don Quijote se queda como petrificado mirando a su alrededor. Sus ojos se van acostumbrando a las luces nocturnas, pero los tiene que abrir aún más. No reconoce el lugar en el que se hallan; le recuerda algo a la alcoba de su casa en la que antaño guardaba sus libros de caballerías, esos que algún brujo hizo desaparecer. Pero aquel sitio, en el que las estanterías se elevan como titanes, es menos humilde que su antigua morada.
—¡Estamos siendo objeto de un encantamiento! —afirma con convicción don Quijote—. Debe haber sido el sabio Merlín… porque este lugar no ha sido creado por un brujo de tres al cuarto. Estamos ante la mayor obra de magia que hayamos sufrido hasta ahora; lo que veo parece de otro mundo, Sancho.
—Señor don Quijote, no me asuste—le dice Sancho conteniendo la respiración—, que me están temblando hasta los pelillos de la nariz. ¿Por qué lo asegura  tan convencido vuestra merced? Estamos en casa de los duques… llevamos aquí varios días porque nos han invitado… Son grandes admiradores suyos.
—¡Qué no, Sancho, que te digo que no! —le increpa malhumorado don Quijote—. Abre esa puerta en este mismo instante y deja que la luna ilumine más el cuarto.
            Sancho sigue las órdenes de su amo, aunque con mucha precaución. Avanza con sigilo, sin poder disimular su miedo. Al momento, regresa mordiéndose las uñas, muy nervioso.
—¡Ay, mi señor, que tiene usted razón! Esto es cosa de brujería… No es la casa de los duques ni la alcoba donde dormíamos... Mirando por los ventanales que están ahí fuera, he podido distinguir decenas de tejados apiñados. Parece que algún mago nos ha hechizado y nos ha encarcelado en una fortaleza... ¿Dónde estamos, señor?
El de la triste figura sale también de la estancia y observa desde lo alto. Lo que tiene frente a él es una gran ciudad, de las más hermosas que ha visto en el transcurso de sus aventuras. Tras disfrutar unos minutos de aquellas vistas, se da media vuelta y vuelve a entrar en la sala.
—Un caballero jamás se atemoriza por nada, menos aún por encantamientos —murmura pensativo.
Abraza a su escudero y, con la mirada perdida, señala con su mano los miles de libros que les rodean.
—Escoge el que más te guste…—le dice hinchando el pecho y moviéndose de forma distinguida—. Además tengo que advertirte de que quien te va a hablar a partir de ahora no es tu amo, sino el que un día fuera tu vecino Alonso Quijano.
Después de mucho mirar y remirar, Sancho decide inspeccionar la parte de arriba. Nada más subir, descubre que al final de la pasarela hay un ejemplar en el suelo, está boca abajo, abierto por la mitad. Al recogerlo, intenta descifrar el título y se queda helado, como si un espectro le hubiese atravesado en ese mismo instante. Vuelve a releer aquellas letras; tal vez es fruto de su imaginación, pero no. Entre sus manos, tiene una obra en cuya portada han grabado, con tinta dorada, el nombre de la que han decidido titular no la primera, sino la segunda parte del “Ingenioso caballero don Quijote de la Mancha”.
— ¡Señor Quijano, mire lo que acabo de encontrar! —vocea Sancho desde las alturas, mostrándole aquel libro bastante grueso.         
Según va bajando los escalones, con un ojo en las páginas y otro en los peldaños, añade:
—Parece hablar de nuestras aventuras. Aunque no sé muy bien leer estas letras, algo me hace pensar que alguien ha escrito cosas que aún no han pasado.

Alonso Quijano arrebata con arrogancia el ejemplar a su compañero y se lo acerca a los ojos; el único impedimento entre ambos es su afilada nariz. No da crédito. Busca a tientas con su mano uno de los escalones y se sienta. 

Raquel Fernández

lunes, 8 de febrero de 2016

Volvemos en 30 segundos

La publicidad ha invadido nuestras vidas, ya hace tiempo que lo consiguió. Todo se publicita, de todo se hace una campaña de marketing, hasta de los sentimientos. Parece que si algo no tiene anuncio, no es bueno o es de peor calidad. Y más patético aún, nos hacen creer que si no compramos o hacemos aquello que nos recomienda el anunciante, no seremos tan afortunados como las personas que aparecen en el spot. Nos sentiremos infelices con una vida mediocre, llena de productos mediocres.

Por fortuna, mi mediocre vida ha dejado de serlo, pero por otro motivo. Hace ya más de dos años que no veo la televisión tal y como está concebida; de hecho, no tengo en casa el aparato de televisión tradicional. Me informo a través de los medios digitales y selecciono en internet aquellos programas que me gustan. Mi objetivo con esto, entre otras cosas, es evitar los insufribles y dañinos anuncios televisivos. Cuando aparecen en la pantalla del ordenador, hago magia con un click y consigo que desaparezcan de forma inmediata. Bueno, la verdad es que algunos se resisten más que otros, pero quien la sigue, la consigue. Después de meses y meses viviendo sin anuncios, os puedo asegurar que hasta he ganado en salud. Sí, sí, he ganado en salud y también ha mejorado mi economía familiar: tan solo compro aquello que necesito realmente. 

Cuando os digo que mi salud ha mejorado, os hablo muy en serio. Formo parte de un experimento que ya muchos practican, el de vivir al margen de esa "tela de araña" que es la publicidad televisiva. La prueba que realizo diariamente consiste en dar la espalda a un formato en el que la frase "Volvemos en treinta segundos" es tan frecuente que consigue aguarnos esa serie o ese debate tan interesante que estábamos viendo. Aunque al principio no era del todo consciente, lo cierto es que he comprobado cambios muy importantes en mí desde que dejé de ver la televisión como el común de los mortales (dos años y ocho meses para ser más exactos). Ahora, sin esa negativa influencia, valoro mucho más todo lo que tengo, todo lo que soy. Me gusta más mi aspecto físico, como de forma más saludable, hablo más con mis padres, con mi pareja; leo muchos más libros y, en definitiva, me siento mucho más feliz.

Precisamente estos beneficios van totalmente en contra de una de las metas principales de los anuncios: la de hacernos creer que estamos "incompletos" porque "necesitamos" algo, lo que sea. Utilizan sus absurdas campañas publicitarias (cada vez lo son más y más) para convencer al televidente de que hacerse con su producto de moda es una cuestión clave para lograr la felicidad, su irreal felicidad, porque si la analizamos detenidamente nadie se la cree. Manipulan nuestras mentes, utilizando como estrategia para lograrlo los deseos más básicos del ser humano: "sexo, dinero y poder", o estatus. Llamémoslo como más nos guste y prestemos atención, concentrémonos. Los protagonistas de su anuncio son muy felices comiendo esa determinada marca de cereales y por ello, además, tienen una familia ideal, perfecta y "unida" en torno a la mesa del desayuno. Si tú, señor televidente, no te haces con esa marca en concreto, jamás podrás tener una familia ideal, perfecta y unida. Como bien resume una cita del cantante Alain Souchon: "Nos infligen deseos que nos afligen".

Es todo una farsa manida que lo único que logra es trastornarnos, hacernos creer que realmente deseamos ese producto tan apetitoso (luego tal vez esté asqueroso) o ese coche tan "molón", para hacernos esclavos del consumismo. Del consumismo y de la competencia entre iguales, porque nos embaucan también para que tratemos de impresionar a nuestro vecino, por ejemplo. Esto último me provoca una gran carcajada. ¿Realmente somos tan influenciables? Pues sí, al parecer lo somos y las marcas consiguen su objetivo. Lo hacen siguiendo esa estrategia que mencionaba un poco más arriba: nos embaucan, valiéndose de un poderoso deseo humano, el de elevar nuestro estatus. Una frase del actor Will Smith sintetiza muy bien esta absurda influencia de los anuncios: 


"Gastamos dinero que no tenemos, en cosas que no necesitamos, para impresionar a gente a la que no importamos".

Pero no queda ahí la cosa. Si a partir de ahora os detenéis a analizar los mensajes de esos anuncios que nos bombardean, podréis descubrir algo que tal vez antes había pasado desapercibido para vosotros. Nos tratan como tontos, y su fin es que actuemos como tales, como mentes fáciles de convencer y dominar. O mentes básicas a las que mentir de forma descarada, incluso con realidades que conocemos de primera mano. Es lo que pasa, por ejemplo, con los anuncios de tampones y compresas. Las mujeres jamás entenderemos por qué aún nos siguen hablando como a niñas, con anuncios demasiado cursis en los que todo es maravilloso. Pero, como os digo, no es un caso aislado, es la tónica habitual en la mayoría de los spots publicitarios, que por cierto, han perdido mucha creatividad. Entre otras causas, porque muchos de sus "creativos" (así se llaman los profesionales que le dan a su coco artístico en este sector) también han decido "desertar" y huir lejos, muy lejos de esa guerra de la manipulación.

En definitiva, pongámonos deberes para mentes inteligentes, que es lo que somos, y consumamos solo aquello que de verdad necesitamos. No permitamos que la mega industria publicitaria nos infecte y se haga con la llave de nuestros estados de ánimo y, en consecuencia, con nuestro derecho a ser felices. Pongamos remedio. Debemos lograr que nuestra felicidad sea cosa exclusivamente nuestra y de nuestras circunstancias, no de lo que aparece en ese caduco anuncio que trata de "seducirnos" a través de la caja tonta. 

Raquel Fernández









jueves, 15 de octubre de 2015

Transparente

Era martes. Adela cumplía ocho años el sábado y estaba dándole vueltas a la cabeza sobre su regalo. Antes de que falleciera, su mujer se había encargado de esos detalles. Siempre sabía lo que podía ilusionar a la pequeña. Ahora estaba solo y se enfrentaba a un auténtico reto. 

Quedaban varios días por delante, pero no podía perder ni un segundo. Cada mañana, al pasear por las calles del barrio, recorría todas las tiendas. Fijaba su mirada en los escaparates, analizaba todos los objetos expuestos tras el cristal, aunque nada llamaba su atención. 

Desesperado, decidió despejar su mente y se acercó al museo. Había trabajado allí cerca de cuarenta años. Conocía como la palma de su mano aquellas salas abarrotadas de cuadros. Hasta el día de su jubilación había pasado muchos ratos ensimismado con las obras de otros, que le habían servido de inspiración para dar forma a las suyas. En su nuevo recorrido descubrió que habían ampliado una de las galerías. Los lienzos expuestos eran nuevos para él y sus ojos fueron radiografiando cada pincelada. Pertenecían a un artista desconocido. No recordaba aquellos trazos en ninguno de los manuales que había estudiado.

Fue como una aparición. Jamás habría imaginado que gracias a aquella visita podría resolver su gran incógnita y dar con el regalo perfecto para su nieta. Lo sujetaba con fuerza uno de los protagonistas de aquella muestra. Era una chica. La única que portaba un paraguas transparente entre las decenas de viandantes que inundaban aquella calle acotada por una moldura de madera. Le conquistó su brillo y su sencillez; también su ligereza y su elegancia, pero sobre todo su simpatía, su magia. Aquel paraguas dotaba a su dueña de una luz especial.

Tras aquel descubrimiento, miró su reloj con nerviosismo. Quedaba una hora para que cerraran las tiendas del centro de la ciudad. Salió casi corriendo a la calle y se subió a un tranvía que llegaba justo en ese instante a la parada. El traqueteo del vagón hizo que el viaje se eternizara. Si hubiese podido hacer realidad sus deseos, se habría transformado en un pájaro acróbata y ya estaría en lo más alto de la torre de la plaza principal. 

Al llegar a la calle de los comercios repitió la misma rutina que practicaba cada mañana en su barrio. Tienda por tienda, escaparate por escaparate. Como si de un perro sabueso se tratara fue rastreando cada establecimiento. Tras cuarenta minutos de búsqueda, aún no había dado con su tesoro. Los tenderos le habían enseñado paraguas de todo tipo: a rayas, de colores vivos, plegables, con cara y orejas de gato... pero ninguno transparente. Sólo uno se había acercado a sus expectativas, pero estaba salpicado de lunares rojos, grandes lunares rojos. No le servía. Lo quería totalmente transparente.

Ya sin esperanzas volvió sobre sus pasos. Tendría que inventar otra sorpresa para la pequeña Adela. ¿Qué podía regalarle? Su imaginación no daba más de sí. Fue entonces cuando descubrió aquel letrero deslucido por el tiempo. Era una tienda de segunda mano. Al entrar, miles de prendas y objetos se acumulaban a su alrededor sin un orden establecido. Frente a él, percheros kilométricos, estanterías plagadas de los objetos más dispares y cestos cargados de bastones y cañas de pescar. Había incluso una sección de disfraces. Su vista se saturó con tanta abundancia. No sabía por dónde empezar a buscar.

Se perdió por aquellos pasillos que no parecían tener fin y llegó hasta un rincón donde los trajes de lentejuelas y las chisteras le dieron la bienvenida. Compartían espacio con el resto de accesorios de magia. Cogió una baraja y empezó a pasar las cartas. Intentó hacer uno de esos trucos que tan magistralmente escenificaban los magos, pero no tuvo suerte. Volvió a intentarlo. Su falta de agilidad propició que todos los naipes cayeran al suelo. 

Apurado, trató de disimular. Se agachó para recoger la prueba de su torpeza y se quedó petrificado. De una enorme maleta entreabierta parecía asomar el mango de plástico de un paraguas infantil. Sí, era un mango blanco. La barra metalizada. Se acercó y abrió la cremallera de aquel equipaje. No podía creerlo. En su interior se acurrucaba un paraguas transparente en perfecto estado.

Raquel Fernández


www.estacion-nomada.com

miércoles, 5 de agosto de 2015

La isla de las gaviotas


Llegamos allí no sé cómo aún. Todavía hoy sigo pensando que el destino marcó nuestros pasos para comprender ciertos hechos que pasan desapercibidos para muchos mortales. Porque la reliadad va más allá de lo que pueden percibir nuestros ojos, más allá de lo demostrable por el ser humano. Hay realidades que solo conocen aquellos que han vivido experiencias inexplicables...


Caminábamos por la orilla, siguiendo las pisadas de otros que nos precedieron, rastreando aquel lugar nuevo en pleno océano Atlántico al que nos había llevado nuestro instinto aventurero. Tras varias horas deambulando por la playa, descubrimos un camino que se adentraba en la isla. Aquel sendero nos llevó hasta una cala. La erosión de la roca había formado una improvisada escalera, poblada de algas secas y conchas sin habitante. Nos fue complicado avanzar, el suelo estaba resbaladizo por la arena y el viento de Poniente comenzaba a soplar.

Nos pilló desprevenidos, con la ropa de baño aún mojada. Sentíamos como el frío penetraba nuestra piel, pero seguimos avanzando. Al superar el último escalón, frente a nosotros se extendía una gran explanada de hojarasca y gaviotas. Sí, gaviotas. Décenas, cientos, miles de ellas. Eran las pobladoras de quel lugar, lo habían invadido con sus colores y sus nidos. Todo a nuestro alrededor se dibujaba en blanco y negro. Su graznido, amenazante, marcaba su territorio ante nuestra presencia. Parecía no gustarles mucho que estuvieramos allí.

Continuamos caminando, a ratos sobresaltados ante el enfado de alguna madre que custodiaba con ímpetu a sus crías. Un grupo de ellas alzaron el vuelo al unísono, protegiendo su hogar de forma desafiante. Pero no consiguieron intimidarnos. Nos concentramos en nuestros pasos y seguimos el camino trazado en la tierra, salpicado de plumas y excrementos. Después de algo más de media hora vagando por aquel lugar, al fondo, al borde de un acantilado, la roca cambiaba sus formas. La roca negra nos anunciaba que el hombre había profanado aquel aquel santuario natural.

-¡Es un fuerte bucanero!-, grito Andrés.

Era un fuerte bucanero, oscuro, muy oscuro, que se erigia majestuoso. Atravesamos un puente que unía la gran explanada con aquella fortificación, salvándola de aquel océano titánico que se expandía bajo nosotros. No pronunciamos palabra alguna durante aquel recorrido, tan solo nos dejamos llevar hasta la entrada de aquella fortaleza.

Accedimos a su interior y recorrimos todas sus estancias. La mayoría de sus habitaciones daban al mar. Uno de aquellos cuartos llamó poderosamente nuestra atención, el tiempo parecía haberse parado en su interior. Las sábanas de la cama estaban intactas, sus pliegues no marcaban el peso de ningún cuerpo. Sobre la estantería, varios cuentos envejecidos por el moho, una muñeca de trapo también enmohecida y un pequeño cofre que guardaba los secretos de una princesa de rizos de cobre. Lo supimos por un dibujo desgastado que también escondía aquel joyero. En aquel íntimo reino no parecía haber hueco para los monstruos.

Las paredes estaban amarillentas, verdosas en algunos puntos. Los restos de pintura que había sobrevivio al paso de los años, estaban descascarillados, deslucidos, como oxidados. El polvo y las telarañas habían invadido aquel rincón, también el olor a humedad. Las vigas de madera mostraban las cicatrices de la carcoma que seguía devorando su trofeo, y aunque era un sonido leve, casi imperceptible, se escuchaban sus minúsculos mordiscos. A través de la ventana se percibía el sonido de las olas rabiosas rompiendo contra la piedra. Desde allí nos sentiamos los dueños de aquella isla.

Después de curiosear un buen rato por aquella estancia, una ráfaga de aire cerro de golpe el vetanal. Al abrirlo, en el horizonte, distinguimos algo que se movía a lo lejos. Al principio era un punto negro en mitad del océano. Según se fue aproximando, nuestra vista pudo intuir que se trataba de una barcaza. No parecía tener ocupantes. Avanzaba sola, entre la neblina, guiada por la marea, custodiaba por una bandada de aquellas aves. Arribó en una pequeña playa escondida que solo se podía ver desde aquel punto. Las gaviotas descendieron a tierra y esperaron en la orilla.

Tras un instante, algo se incorporó en la barca. Era una niña de piel blanquísima. Ella, en pie y en equilibrio con el mar, parecía dialogar con las olas y las aves. Entonces desplegó sus alas, dejándonos ver su interior; se extendían también blancas hasta las puntas que tomaban una tonalidad grisácea, casi negra. Ante esta extraña visión, dudamos. Era una niña. No, era un pájaro. Sus alas se volvieron a agitar. Era ambas cosas. Miró a sus compañeras y juntas emprendieron el vuelo hasta el interior del fuerte.

Esperamos allí sigilosos, miestras nuestros oidos seguían la marcha de su aleteo. Tras divagar sobre qué podíamos hacer, buscamos una pequeña rendija a través de una puerta entreabierta y desde aquel escondite observamos lo que estaba pasando al otro lado de aquellos muros. El cortejo se había posado en el patio central de aquella fortaleza. Formaban un círculo y giraban sincronizadas alrededor de un montón de tierra. Pasaron horas, perdimos la noción del tiempo contemplando aquel ritual. Permanecimos silenciosos, inmóviles, algo asustados. Nuestra piel se había erizado fruto del escalofrío. De repente, se despidieron con un graznido extridente y volvieron a elevarse. Cuando se alejaron lo suficiente, cuando aquel sonido de matices fantasmales desapareció, nos cargamos de valor y salimos de nuesto escondite.

El suelo estaba manchado de plumas, escamas y espinas de peces de distinos tamaños, pudimos distinguirlo entre sombras. El hedor era fuerte. El aire estaba viciado por el olor a pescado putrefacto y a defecaciones. Ya había anochecido y la luna llena iluminaba aquel escenario salpicado de pequeñas huellas de ave. Algunas eran de mayor tamaño, aunque más reducidas que las nuestras. A pocos pasos de un montículo de tierra delimitado por conchas, encontramos un sobre semienterrado en el que se habían enredado algunas algas. Estaba húmedo y sucio. No tenía remitente, pero estaba cerrado. Lo abrimos. En su interior había restos de arena y una nota. La letra emborronada era infantil: "Encontré tu tesoro. Está a salvo, en nuestro lugar secreto".

Nos miramos, asentimos. Aunque fuera incomprensible, el miedo que nos había inmovilizado momentos antes se había evaporado. Una extraña paz se apoderó de nosotros. Era cierta aquella historia que nos había contado un viejo pescador noches atrás. Permanecimos pensativos durante unos instantes. Guardé el sobre en un bolsillo de mi bañador y decidimos marcharnos. Antes, en absoluto silencio, dedicamos unos minutos a observar aquel montículo pequeño, muy pequeño; estaba compactado a modo de rudimentaria sepultura. Sobre un trozo de barro colocado a los pies de aquel montón de tierra, se distinguían algunas letras. Parecían perfilar un nombre. Lo lipiamos con la mano para leerlo mejor. Sí, era un nombre. Se llamaba Clímene.

Raquel Fernández

lunes, 27 de julio de 2015

Felicidad

Foto: Reino de Barataria

Qué delicioso es descubrir que nuestro instinto no nos ha fallado... y en el horizonte estaba la Felicidad.

La Felicidad del Hoy. Esa que se saborea de forma plena porque los momentos de dolor la han hecho más fuerte.

La Felicidad sin máscaras, la del hombro amigo, la del Nosotros. Esa Felicidad que ya no siente ansiedad, porque escuchan sus problemas y la abrazan; no la gritan, ni la imponen los deseos del otro.

La felicidad del mañana, la de los sueños compartidos, la que respeta nuestro espacio. Esa Felicidad que nos prioriza y no nos deja en tercer plano. La felicidad que nos acurruca y nos desea como el primer día.

Esa Felicidad es única, solo unos pocos la encuentran...es recompensa de valientes. Es la Felicidad de las Almas Gemelas.

Raquel Fernández

jueves, 21 de mayo de 2015

Insomnio


Tras una noche de insomnio, dio la bienvenida al nuevo día sentada en el sillón de su biblioteca. Eran cerca de las ocho de la mañana. Miró varias veces el reloj y calculó el tiempo que quedaba hasta la puesta de sol. Ya hacía algunos días que había comenzado el horario de invierno y la oscuridad llegaba demasiado pronto. Aún así, todavía tenía margen para seguir leyendo. Dentro de un rato me iré a la cama—dijo, pensando en alto—. En aquel instante, las líneas del libro que sujetaban sus manos y devoraban sus ojos eran lo único que merecía su atención.

Aunque no había cedido al sueño, sí vestía su pijama a rayas. Enfundárselo cada noche, era todo un ritual; uno más de los muchos que realizaba de forma metódica a lo largo del día. Podría haberlo echado a lavar, tenía manchas de café en una de las mangas, pero había decidido que de momento podía pasar. Paró unos segundos la lectura y observó la habitación. Miró a su alrededor, estaba sentada justo en el centro, bajo la luz de un flexo metálico de pie que había heredado de su abuelo paterno.

Al inicio de la tarde, la estancia mostraba un aspecto un tanto desértico; estaba pintada de un blanco impoluto, como el de las cortinas que adornaban las ventanas. No tenía muebles, pero sí estanterías kilométricas que ocupaban las paredes y su sillón preferido. Un sillón bajo, de oreja, tapizado en verde y muy cómodo, que le había acompañado allá donde había vivido desde que comenzó a estudiar en la universidad. El butacón compartía espacio, sobre la tarima, con varias docenas de cajas de cartón que custodiaban su "tesoro familiar". Sí, así le gustaba llamarlo. 

No se había casado, ni tenía pareja estable, pero lo que contenían aquellas cajas perfectamente ordenadas, era el ajuar que su padre, poco a poco, había ido reuniendo para ella. Tenía el ajuar más valioso del universo y le encantaba enseñárselo a las visitas. Muchos de aquellos libros eran el fruto de años enteros, de decenas de visitas al quiosco del barrio para comprar el dominical,  junto a una nueva entrega de la colección que tocaba ese semestre.

Tras comprobar lo que había escrito en las pegatinas pegadas en los laterales, comenzó a abrirlas y los libros, los cientos de libros que contenían, la saludaron con sus lomos. Fue sacándolos uno a uno, con mucha delicadeza; después los agrupó y los fue colocando en el espacio que tenían reservado. Así, los estantes se fueron rellenando por temáticas. Pasaron varias horas. Sacaba y colocaba, sacaba y colocaba; hasta que aquel desierto se transformó en oasis. Cuando por fin las estanterías estuvieron repletas, llegó el momento de realizar otro de sus rituales: observó aquella maravillosa colección, su tesoro familiar, y eligió una de sus joyas, una entre cientos. 

Se tomó tiempo en la decisión. Primero repasó los títulos del sector derecho, donde había colocado la novela negra y de aventuras. Después, los estantes centrales que contenían obras clásicas de la literatura universal. Finalmente, se detuvo en las baldas más pegadas al suelo, donde se reunían sus autores preferidos; estaban separadas del resto, en el lado izquierdo de la estantería. Tras meditar unos minutos, se decantó por Balzac, por "Ilusiones perdidas". Era lo que necesitaba leer en aquel momento y no puso ningún tipo de resistencia para dejarse secuestrar por aquella historia. 

No todo el mundo entiende la lucha a la que tienen que enfrentarse algunas personas para hacerse un hueco en su profesión. La de Claudia, muy vinculada con ese libro de Balzac, era una auténtica carrera de obstáculos. Con la última, la que le había llevado hasta aquel apartamento, ya eran tres las rupturas que sumaba su registro sentimental por el mismo motivo. ¿Por qué seguía habiendo personas que no respetan los sueños del otro?  Su abuelo se lo había explicado en varias ocasiones. La primera, cuando decidió romper con su novio del instituto, poco antes de marcharse a la Universidad. —Está claro, pequeña—le dijo, acariciando su mejilla . Ese chico, como otros muchos que irán apareciendo en tu vida, no ha leído o no quiere entender la fábula del águila y el halcón. Y tú, cariño, eres un halcón muy vigoroso que quiere volar y volar. Vuelas muy bien, pero según vayan pasando los años lo harás mejor y mejor. El secreto está en no permitir que nada ponga frenos a tu particular vuelo.

Raquel Fernández

estacion-nomada.com