"Reino de Barataria" es ese rincón en el que mi pluma y mi tintero perfilan las formas de mi verdadera esencia, las de esa "niña artista" a la que le encanta pintar con palabras. Bienvenidos a Barataria. A la ínsula, al reino, a mi rincón mágico.
miércoles, 5 de agosto de 2015
La isla de las gaviotas
Llegamos allí no sé cómo aún. Todavía hoy sigo pensando que el destino marcó nuestros pasos para comprender ciertos hechos que pasan desapercibidos para muchos mortales. Porque la reliadad va más allá de lo que pueden percibir nuestros ojos, más allá de lo demostrable por el ser humano. Hay realidades que solo conocen aquellos que han vivido experiencias inexplicables...
Caminábamos por la orilla, siguiendo las pisadas de otros que nos precedieron, rastreando aquel lugar nuevo en pleno océano Atlántico al que nos había llevado nuestro instinto aventurero. Tras varias horas deambulando por la playa, descubrimos un camino que se adentraba en la isla. Aquel sendero nos llevó hasta una cala. La erosión de la roca había formado una improvisada escalera, poblada de algas secas y conchas sin habitante. Nos fue complicado avanzar, el suelo estaba resbaladizo por la arena y el viento de Poniente comenzaba a soplar.
Nos pilló desprevenidos, con la ropa de baño aún mojada. Sentíamos como el frío penetraba nuestra piel, pero seguimos avanzando. Al superar el último escalón, frente a nosotros se extendía una gran explanada de hojarasca y gaviotas. Sí, gaviotas. Décenas, cientos, miles de ellas. Eran las pobladoras de quel lugar, lo habían invadido con sus colores y sus nidos. Todo a nuestro alrededor se dibujaba en blanco y negro. Su graznido, amenazante, marcaba su territorio ante nuestra presencia. Parecía no gustarles mucho que estuvieramos allí.
Continuamos caminando, a ratos sobresaltados ante el enfado de alguna madre que custodiaba con ímpetu a sus crías. Un grupo de ellas alzaron el vuelo al unísono, protegiendo su hogar de forma desafiante. Pero no consiguieron intimidarnos. Nos concentramos en nuestros pasos y seguimos el camino trazado en la tierra, salpicado de plumas y excrementos. Después de algo más de media hora vagando por aquel lugar, al fondo, al borde de un acantilado, la roca cambiaba sus formas. La roca negra nos anunciaba que el hombre había profanado aquel aquel santuario natural.
-¡Es un fuerte bucanero!-, grito Andrés.
Era un fuerte bucanero, oscuro, muy oscuro, que se erigia majestuoso. Atravesamos un puente que unía la gran explanada con aquella fortificación, salvándola de aquel océano titánico que se expandía bajo nosotros. No pronunciamos palabra alguna durante aquel recorrido, tan solo nos dejamos llevar hasta la entrada de aquella fortaleza.
Accedimos a su interior y recorrimos todas sus estancias. La mayoría de sus habitaciones daban al mar. Uno de aquellos cuartos llamó poderosamente nuestra atención, el tiempo parecía haberse parado en su interior. Las sábanas de la cama estaban intactas, sus pliegues no marcaban el peso de ningún cuerpo. Sobre la estantería, varios cuentos envejecidos por el moho, una muñeca de trapo también enmohecida y un pequeño cofre que guardaba los secretos de una princesa de rizos de cobre. Lo supimos por un dibujo desgastado que también escondía aquel joyero. En aquel íntimo reino no parecía haber hueco para los monstruos.
Las paredes estaban amarillentas, verdosas en algunos puntos. Los restos de pintura que había sobrevivio al paso de los años, estaban descascarillados, deslucidos, como oxidados. El polvo y las telarañas habían invadido aquel rincón, también el olor a humedad. Las vigas de madera mostraban las cicatrices de la carcoma que seguía devorando su trofeo, y aunque era un sonido leve, casi imperceptible, se escuchaban sus minúsculos mordiscos. A través de la ventana se percibía el sonido de las olas rabiosas rompiendo contra la piedra. Desde allí nos sentiamos los dueños de aquella isla.
Después de curiosear un buen rato por aquella estancia, una ráfaga de aire cerro de golpe el vetanal. Al abrirlo, en el horizonte, distinguimos algo que se movía a lo lejos. Al principio era un punto negro en mitad del océano. Según se fue aproximando, nuestra vista pudo intuir que se trataba de una barcaza. No parecía tener ocupantes. Avanzaba sola, entre la neblina, guiada por la marea, custodiaba por una bandada de aquellas aves. Arribó en una pequeña playa escondida que solo se podía ver desde aquel punto. Las gaviotas descendieron a tierra y esperaron en la orilla.
Tras un instante, algo se incorporó en la barca. Era una niña de piel blanquísima. Ella, en pie y en equilibrio con el mar, parecía dialogar con las olas y las aves. Entonces desplegó sus alas, dejándonos ver su interior; se extendían también blancas hasta las puntas que tomaban una tonalidad grisácea, casi negra. Ante esta extraña visión, dudamos. Era una niña. No, era un pájaro. Sus alas se volvieron a agitar. Era ambas cosas. Miró a sus compañeras y juntas emprendieron el vuelo hasta el interior del fuerte.
Esperamos allí sigilosos, miestras nuestros oidos seguían la marcha de su aleteo. Tras divagar sobre qué podíamos hacer, buscamos una pequeña rendija a través de una puerta entreabierta y desde aquel escondite observamos lo que estaba pasando al otro lado de aquellos muros. El cortejo se había posado en el patio central de aquella fortaleza. Formaban un círculo y giraban sincronizadas alrededor de un montón de tierra. Pasaron horas, perdimos la noción del tiempo contemplando aquel ritual. Permanecimos silenciosos, inmóviles, algo asustados. Nuestra piel se había erizado fruto del escalofrío. De repente, se despidieron con un graznido extridente y volvieron a elevarse. Cuando se alejaron lo suficiente, cuando aquel sonido de matices fantasmales desapareció, nos cargamos de valor y salimos de nuesto escondite.
El suelo estaba manchado de plumas, escamas y espinas de peces de distinos tamaños, pudimos distinguirlo entre sombras. El hedor era fuerte. El aire estaba viciado por el olor a pescado putrefacto y a defecaciones. Ya había anochecido y la luna llena iluminaba aquel escenario salpicado de pequeñas huellas de ave. Algunas eran de mayor tamaño, aunque más reducidas que las nuestras. A pocos pasos de un montículo de tierra delimitado por conchas, encontramos un sobre semienterrado en el que se habían enredado algunas algas. Estaba húmedo y sucio. No tenía remitente, pero estaba cerrado. Lo abrimos. En su interior había restos de arena y una nota. La letra emborronada era infantil: "Encontré tu tesoro. Está a salvo, en nuestro lugar secreto".
Nos miramos, asentimos. Aunque fuera incomprensible, el miedo que nos había inmovilizado momentos antes se había evaporado. Una extraña paz se apoderó de nosotros. Era cierta aquella historia que nos había contado un viejo pescador noches atrás. Permanecimos pensativos durante unos instantes. Guardé el sobre en un bolsillo de mi bañador y decidimos marcharnos. Antes, en absoluto silencio, dedicamos unos minutos a observar aquel montículo pequeño, muy pequeño; estaba compactado a modo de rudimentaria sepultura. Sobre un trozo de barro colocado a los pies de aquel montón de tierra, se distinguían algunas letras. Parecían perfilar un nombre. Lo lipiamos con la mano para leerlo mejor. Sí, era un nombre. Se llamaba Clímene.
Raquel Fernández
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