viernes, 20 de junio de 2014

Desamor

Solos en aquel momento,
ante aquel amanecer.
Pensativo,
enamorado y contento
el suspiro de un ayer.

Sorprendido,
con el gesto envenenado,
vuestro amor desvanecido.
Alejado,
solitario y apresado,
con furia envilecido,
olvidado.

Anhelo de insatisfacción,
pesadilla de pasión,
despertar de desengaño,
desvelo de compasión.

Amor, sueño despierto
que amanece sin dolor,
muda al tañer el alba,
se marcha al salir el sol. 

Raquel Fernández

Foto: Reino de Barataria

viernes, 6 de junio de 2014

Las sombras del laberinto

La humedad penetraba en cada uno de sus huesos casi entumecidos. Esa humedad insistente que había empapado su ropa y su rostro. Humedad que se hacía más presente cuando miraba a su alrededor y tan solo veía los laterales de aquel túnel que no tenía fin. 

Las paredes oscuras se iluminaban a su paso por el resplandor de una antorcha que luchaba por no apagarse. El eco de sus pasos rebotaba en la cavidad y sus pensamientos comenzaron a hacerle compañía. Sus recuerdos también le seguían y se materializaron en forma de sombras.

Una correa golpeando su espalda, su llanto y su madre desencajada. Aquel hombre había vuelto a su casa otra vez borracho y se topó con él. Descargaba su ira sobre su cuerpo débil, sobre su piel blanca infectada de cicatrices. El largo pasadizo amplificaba los gritos desesperados que helaron su respiración.

De repente, tropezó y cayó, pero mantuvo firme su antorcha. Sus ojos estaban más y más cansados, sus músculos perdían fuerza. La lucha entre la luz y la oscuridad se volvió a apoderar de aquel reducto y las sombras le mostraron otra imagen. Ante él, la escuela y la puerta entreabierta del despacho del director.

De nuevo gritos y golpes, pero esta vez era Alejandro. Carmelo le golpeaba fuertemente en el abdomen con la regla de madera. El dolor le obligaba a encogerse, pero el maestro le exigía que se incorporase. Una vez. Otra. Así cientos. Era un castigo habitual en aquellas aulas.

El túnel seguía creciendo y él seguía caminando por inercia. La humedad ya le había vencido, pero no podía parar. Si se detenía su promesa estaría vacía y quienes le esperaban perderían la esperanza. Les dejó allí, asustados, al otro lado de aquel agujero.


Escucharon el ruido de las rocas desplomándose, pero ya era tarde, la salida estaba bloqueada. Uno de los niños se recostó sobre la pared y dio con aquel pasadizo. Antonio decidió inspeccionarlo. Aquella oquedad oscura se presentaba como su única esperanza.

Comenzaba a perder la noción del tiempo. Habían pasado muchas horas y su respiración se entrecortaba. Acercó la antorcha a ambos lados del camino y buscó un lugar seco donde poder sentarse. Se tumbó, apagó la llama y el cansancio hizo el resto.

Comenzó a soñar. Sus sueños se transformaron en sombras que se unieron a otras que también vagaban por aquel lugar plagado de bifurcaciones. Llevaban siglos allí dentro, habitaban aquel laberinto. Se fueron aproximando, se sentaron junto a él y le susurraron al oído. Ellas tampoco habían encontrado la salida.


Raquel Fernández