viernes, 21 de noviembre de 2014

El señor lector

Llueve. Las gotas salpican las piedras de la calzada del casco antiguo. Bajo mi paraguas me fijo en la gente que pasa a mi lado camino de la catedral, con su andar precipitado. Deambulan ensimismados en sus pensamientos, planificando su jornada, sin reparar en lo que pasa a su alrededor. Dos niños estrenan sus brillantes botas de agua chapoteando sobre los charcos y una anciana hace malabarismos sobre el bordillo para no empapar sus calcetines de rayas; a sus zapatillas de tela raídas les ha nacido un agujero.

Frente a uno de los escaparates, entre dos tiendas, una de mazapán y otra de damasquinado, alguien nos observa a todos. Sólo a ratos, porque el grueso de su atención se centra en un libro de hojas amarillas y tapas desgastadas. Está muy concentrado en su lectura. Repasa algunas líneas con su índice, susurra las frases que más le han marcado, pero el instante más especial de su rutina es el de pasar las páginas. Lo hace con gran delicadeza. Despacio, muy despacio, como si se desprendiese de una valiosa pertenencia.


A su lado se acumulan un montón de ejemplares de distintos tamaños, de variadas encuadernaciones; parecen antiguos o al menos bastante usados. Llevo un buen rato mirándole, pero parece no percatarse de mi presencia. Tal vez, no percibe mi figura difuminada por la lluvia. Creo que es un escritor, podría serlo. Junto a la pila de libros que ha empezado a recoger porque el soportal ya no le resguarda lo suficiente del chaparrón, se perfila un cuaderno de notas y una estilográfica que ha perdido su baño plateado. Cuando termina de poner sus lecturas a salvo se vuelve a sentar en el suelo, cruza sus piernas como si de un gran jefe indio se tratara y anota sus últimas ideas.


Prosigue con su tarea. Al instante, levanta su mirada, me sonríe y me invita a sentarme junto a él. Dubitativa decido acompañarle. Me saluda con sus ojos y sin mediar palabra me ofrece todo lo que nos rodea. Mi dedo señala su libreta. Él asiente. Cierro mi paraguas y abro su cuaderno. Mi intuición no me ha fallado, su pluma ha escrito ya muchas páginas. Es escritor y sí, lo que tengo entre mis manos es una novela escrita de su puño y letra.


Nuestra imagen es pura literatura. Ahora somos dos los que devoramos lo que han escrito otros. Parecemos una pareja de baile. Nuestros gestos se han sincronizado de forma mágica, hasta respiramos al unísono. El reloj de la plaza marca las horas. Es momento de abandonar ese mundo que hemos descubierto en el papel y volver a nuestra realidad. He terminado de leer su historia hasta donde estaba escrita, aún no tiene final. Nos despedimos. Es entonces cuando me percato, junto a sus botas de piel impecables por el efecto del betún, descubro un platillo que invita a depositar algún donativo. Le dejo algunas monedas, abro mi paraguas y prosigo mi camino.


Él también se levanta, pero yo ya me he marchado. Coloca todos sus libros confeccionando una alta torre que le llega hasta la nariz, uno encima de otro. La deshace, así no puede atar sus libros con la cinta de cuero que tiene preparada. Los vuelve a colocar. Ahora ha construido un torreón doble, su fardo está más compensado. Lo amarra con la cincha, se lo echa al hombro y arranca su recorrido por las callejuelas toledanas.


Ha parado de llover, las piedras brillan, huele a tierra mojada. Respira el aroma, se oxigena y suspira. Justo en ese instante ha llegado a su pensión. Sube hasta el tercer piso, las escaleras de madera se quejan por sus pasos. Su habitación está bastante ordenada. Se sienta en su escritorio, coloca su chaqueta de pana sobre el respaldo del sillón y vuelca las monedas que ha recaudado esa mañana. No son muchas, pero las suficientes para pagar un plato de alubias en la tasca de abajo. El resto lo guarda en una pequeña caja de marfil que acaricia al cerrar.



www.estacion-nomada.com

Se ajusta las gafas sobre la nariz, coge un folio en blanco, busca su pluma en el bolsillo del chaquetón y comienza a escribir. Primero la fecha, después:


"Querida madre:


 ¿Qué tal se encuentra? ¿Se le pasó ya su dolor de muelas? Espero de corazón que se haya recuperado. Y mi pequeño, ¿qué tal sus clases?


 Yo me encuentro bastante bien. Aún no he empezado a trabajar, pero en breve comenzaré a echar una mano en una pequeña imprenta. El sueldo no es gran cosa, pero al menos podré comer caliente. Lo poquito que ahorre, lo iré guardando para usted. Se lo haré llegar con algún conocido o a través de correos. No quiero ingresarlo en su cuenta por miedo a que le reduzcan la pensión. 


Dentro de poco hará un año. Lleve flores a su tumba en mi nombre. Ella entendería que guardase el dinero del billete para comprarle un regalo a nuestro pequeño. Cuando consiga reunir lo suficiente para permitirme ese viaje, lo haré yo mismo, le llevaré sus preferidas, esas que tanto le gustaban y jamás le regalé.


Cuídense mucho.



Su hijo que la quiere.                                                 Julián


Raquel Fernández

jueves, 6 de noviembre de 2014

Dos miradas

Me encantan esos ratos de silencio, a solas con algún libro con el que me he citado para leer. Viajar a lugares lejanos a través de sus páginas y conocer a otras gentes en otros ambientes. Me gusta empaparme de sus experiencias, sus pensamientos, de la época en la que vivieron o en la que viven. También aprender del autor, fijarme en los sinónimos que utiliza o en el tono que aporta a sus escritos.

Foto: Reino de Barataria
 A ella no le gustan los libros. A sus ojos, son mera decoración en los estantes de la librería. Sólo los usa cuando realmente los necesita, cuando se lo exige su trabajo. Sus conversaciones no incluyen referencias literarias. Salvo algún tebeo, en el equipaje de sus vacaciones no existe hueco para la lectura, es un peso innecesario.

Al llegar a una nueva ciudad, disfruto perdiéndome por sus calles, inventando mis recorridos, que el vagar de mis pasos sea mágico y me descubra algún rincón inesperado. Me considero viajero, además de soñador, por eso dejo que mis viajes me hagan soñar, sin desvelarme con los preparativos. Lo que no puedo evitar es capturar recuerdos, físicos y psíquicos, disfruto cuando los encuentro. Es una forma de regalar una pequeña parte de mi vida a las personas a las que quiero.


Ella, sin embargo, necesita que todo esté planificado. Mapas, billetes, horarios, reservas... no hay márgenes para la improvisación. Todas las paradas en su ruta de los museos están marcadas con una chincheta en el mapa mental de sus destinos, cada visita es una carrera contrarreloj. No saborea los paisajes, no degusta los momentos, le indigestan las esperas. El carrete de sus viajes aparece velado en su memoria, manchado por las agujas del tiempo.


Un tiempo que debe respetar lo establecido en el manual de sus vivencias. Cada paso, supervisado; cada cambio, cotejado por la tradición. Guardó sus deseos en el baúl de su infancia y allí continúan. Los añora, pero no hace nada para acunarlos, le intimida su llanto.


A mí no me gustan las lágrimas, sólo las de alegría, aunque a veces son necesarias. En ocasiones sirven para tomar impulso, pisar con fuerza y levantarnos de la última caída. Las caídas son nuevos pasos en el recorrido hacia mis sueños. Sueños de loco, sueños imposibles, pero sólo míos. No permito que nada ni nadie los contamine con reglas rancias o prejuicios enquistados.


Ella se levanta enfadada, yo sonrío. En mi cara hay dos hilos diminutos que levantan constantemente mis labios. A pesar de los malos momentos me encanta sonreír.


Raquel Fernández