Foto: Reino de Barataria |
Al llegar a una nueva ciudad, disfruto perdiéndome por sus calles, inventando mis recorridos, que el vagar de mis pasos sea mágico y me descubra algún rincón inesperado. Me considero viajero, además de soñador, por eso dejo que mis viajes me hagan soñar, sin desvelarme con los preparativos. Lo que no puedo evitar es capturar recuerdos, físicos y psíquicos, disfruto cuando los encuentro. Es una forma de regalar una pequeña parte de mi vida a las personas a las que quiero.
Ella, sin embargo, necesita que todo esté planificado. Mapas, billetes, horarios, reservas... no hay márgenes para la improvisación. Todas las paradas en su ruta de los museos están marcadas con una chincheta en el mapa mental de sus destinos, cada visita es una carrera contrarreloj. No saborea los paisajes, no degusta los momentos, le indigestan las esperas. El carrete de sus viajes aparece velado en su memoria, manchado por las agujas del tiempo.
Un tiempo que debe respetar lo establecido en el manual de sus vivencias. Cada paso, supervisado; cada cambio, cotejado por la tradición. Guardó sus deseos en el baúl de su infancia y allí continúan. Los añora, pero no hace nada para acunarlos, le intimida su llanto.
A mí no me gustan las lágrimas, sólo las de alegría, aunque a veces son necesarias. En ocasiones sirven para tomar impulso, pisar con fuerza y levantarnos de la última caída. Las caídas son nuevos pasos en el recorrido hacia mis sueños. Sueños de loco, sueños imposibles, pero sólo míos. No permito que nada ni nadie los contamine con reglas rancias o prejuicios enquistados.
Ella se levanta enfadada, yo sonrío. En mi cara hay dos hilos diminutos que levantan constantemente mis labios. A pesar de los malos momentos me encanta sonreír.
Raquel Fernández
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