viernes, 5 de diciembre de 2014

Lisa Gherardini

Me he despertado agotada. La fiebre se ha apoderado de mí durante toda la noche y no he parado de dar vueltas en la cama. Mi doctor no se ha apartado de mí. Es mi inseparable compañero, mi apoyo, mi confesor. Desde que quedé en cinta, mi salud se ha ido deteriorando día tras día y tengo que enfrentarme sola a la enfermedad. Mi marido lleva cerca de siete meses viajando por España y Francia, intentando vender sus telas. En su última carta me confirma que ya está en tierras italianas.

Faltan muy pocas semanas para que el pequeño o la pequeña que llevo en mis entrañas salude a la vida. Si es niño le llamaré Pietro. Si es niña, Lisa como yo. Leonardo también está siendo una gran compañía durante estos días de soledad. Aunque apenas hablamos, la delicadeza de sus manos al pintarme me sirven de consuelo. No ha querido enseñarme el lienzo. 

Cada vez que finaliza su jornada, lo tapa con una sábana y lo traslada a un gran armario que cierra con llave. Lo sé porque he intentado abrirlo en varias ocasiones y no lo he conseguido. La cerradura me ha hecho burla. El gran da Vinci dice que las obras de arte sólo pueden verse acabadas. De no cumplir esta premisa, asegura, los dioses podrían castigarnos.

¿Cómo estará quedando mi retrato? La ropa que me obligan a vestir para la pintura no me agrada mucho. Seguro que me hace más mayor. Parece vestuario de luto. Aunque a los efectos soy una viuda en vida. Me casé muy joven y aún no sé lo que es la vida en matrimonio. Mi marido solo aparece en casa una semana al año y aprovecha su estancia para concebir nuestro siguiente retoño. Con el próximo, que llegará con el nuevo año, ya sumaremos tres.

Leonardo dice que ya queda poco para acabar, que mi rostro está casi finalizado. Ya ha pintado mi pelo, mi barbilla, mis pómulos y mi nariz. Me lo va dictando para que no me aburra. También ha perfilado mis ojos. Posiblemente no estarán muy vistosos por el efecto de la fiebre. Rezo para que su pincel les aporte el brillo que necesitan. 



Tan sólo falta mi boca. Me suplica que sonría. Yo lo intento con todas mis fuerzas, pero sólo puedo sonreír hacia dentro. Hace más de una década que no lo hago y parece que se me olvidó.

Raquel Fernández

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