viernes, 19 de septiembre de 2014

Silencio

El silencio y las sombras lo inundan todo...

Tan sólo el murmullo de las ramas y el susurro del agua que emana de esa fuente, me hacen recordar que hace tan sólo un instante, las voces infantiles luchaban en este espacio. 

Un perro ladraba persiguiendo una pelota perdida entre los árboles y su dueño lloraba asustado. Su llanto se mezclaba con las canciones de las colegialas que saltaban a la comba; reían emocionadas, acariciadas por el viento y el piar de los gorriones.

El rodar de los neumáticos y el rugir de los motores me hicieron volver a la realidad. Pero volví a soñar, tras rescatar de mi guitarra esas melodías que antaño inundaban las salas de fiesta y los salones de baile; melodías con las que comencé a vivir. 

Vuelven a mí los aplausos de un público emocionado, que disfrutaba al son de la salsa y el merengue. Gente llena de vida, que marcaba el ritmo del piano con sus caderas y sus piernas; gente que olvidaba sus problemas tarareando lo que escuchaba. Ya no veo a aquella gente, sí en mis sueños.

Recuerdo aquella vez... la voz sensual de Lola me despertó con una de mis canciones. Ella estaba en la cocina preparando el desayuno y endulzaba el café con las notas del bolero. Me levanté feliz y acompañé el estribillo acariciando con mis dedos las teclas de mi compañero, el que me hacía creer que la vida era feliz, que la música todo lo curaba. 


Foto: Reino de Barataria

Cualquier instrumento me servía. El delicado violín con el que interpretar las más tristes letanías o el animado tambor; aunque siempre que podía elegía a mi inseparable colega. Con él presidía todas las fiestas nocturnas, cuando ese calor de mi tierra no nos dejaba dormir. 

No existían ni los días, ni las noches. El tiempo era una experiencia infinita, un bucle interminable plagado de sonrisas adictas a la música. Era nuestra pasión. Éramos asiduos a aquella ceremonia en la que el baile purgaba todos nuestros desalientos, todas nuestras frustraciones. Nuestros complejos supuraban por los poros de nuestra piel y se evaporaban al compás que marcaban nuestros cuerpos. Sentíamos que aquello, aquella sensación, aquel micro mundo en el que vivíamos siempre estaría ahí, que iba a ser algo eterno.

Entonces huíamos del silencio, ahora nos acecha. 

El silencio y las sombras lo inundan todo...

Raquel Fernández

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