jueves, 15 de octubre de 2015

Transparente

Era martes. Adela cumplía ocho años el sábado y estaba dándole vueltas a la cabeza sobre su regalo. Antes de que falleciera, su mujer se había encargado de esos detalles. Siempre sabía lo que podía ilusionar a la pequeña. Ahora estaba solo y se enfrentaba a un auténtico reto. 

Quedaban varios días por delante, pero no podía perder ni un segundo. Cada mañana, al pasear por las calles del barrio, recorría todas las tiendas. Fijaba su mirada en los escaparates, analizaba todos los objetos expuestos tras el cristal, aunque nada llamaba su atención. 

Desesperado, decidió despejar su mente y se acercó al museo. Había trabajado allí cerca de cuarenta años. Conocía como la palma de su mano aquellas salas abarrotadas de cuadros. Hasta el día de su jubilación había pasado muchos ratos ensimismado con las obras de otros, que le habían servido de inspiración para dar forma a las suyas. En su nuevo recorrido descubrió que habían ampliado una de las galerías. Los lienzos expuestos eran nuevos para él y sus ojos fueron radiografiando cada pincelada. Pertenecían a un artista desconocido. No recordaba aquellos trazos en ninguno de los manuales que había estudiado.

Fue como una aparición. Jamás habría imaginado que gracias a aquella visita podría resolver su gran incógnita y dar con el regalo perfecto para su nieta. Lo sujetaba con fuerza uno de los protagonistas de aquella muestra. Era una chica. La única que portaba un paraguas transparente entre las decenas de viandantes que inundaban aquella calle acotada por una moldura de madera. Le conquistó su brillo y su sencillez; también su ligereza y su elegancia, pero sobre todo su simpatía, su magia. Aquel paraguas dotaba a su dueña de una luz especial.

Tras aquel descubrimiento, miró su reloj con nerviosismo. Quedaba una hora para que cerraran las tiendas del centro de la ciudad. Salió casi corriendo a la calle y se subió a un tranvía que llegaba justo en ese instante a la parada. El traqueteo del vagón hizo que el viaje se eternizara. Si hubiese podido hacer realidad sus deseos, se habría transformado en un pájaro acróbata y ya estaría en lo más alto de la torre de la plaza principal. 

Al llegar a la calle de los comercios repitió la misma rutina que practicaba cada mañana en su barrio. Tienda por tienda, escaparate por escaparate. Como si de un perro sabueso se tratara fue rastreando cada establecimiento. Tras cuarenta minutos de búsqueda, aún no había dado con su tesoro. Los tenderos le habían enseñado paraguas de todo tipo: a rayas, de colores vivos, plegables, con cara y orejas de gato... pero ninguno transparente. Sólo uno se había acercado a sus expectativas, pero estaba salpicado de lunares rojos, grandes lunares rojos. No le servía. Lo quería totalmente transparente.

Ya sin esperanzas volvió sobre sus pasos. Tendría que inventar otra sorpresa para la pequeña Adela. ¿Qué podía regalarle? Su imaginación no daba más de sí. Fue entonces cuando descubrió aquel letrero deslucido por el tiempo. Era una tienda de segunda mano. Al entrar, miles de prendas y objetos se acumulaban a su alrededor sin un orden establecido. Frente a él, percheros kilométricos, estanterías plagadas de los objetos más dispares y cestos cargados de bastones y cañas de pescar. Había incluso una sección de disfraces. Su vista se saturó con tanta abundancia. No sabía por dónde empezar a buscar.

Se perdió por aquellos pasillos que no parecían tener fin y llegó hasta un rincón donde los trajes de lentejuelas y las chisteras le dieron la bienvenida. Compartían espacio con el resto de accesorios de magia. Cogió una baraja y empezó a pasar las cartas. Intentó hacer uno de esos trucos que tan magistralmente escenificaban los magos, pero no tuvo suerte. Volvió a intentarlo. Su falta de agilidad propició que todos los naipes cayeran al suelo. 

Apurado, trató de disimular. Se agachó para recoger la prueba de su torpeza y se quedó petrificado. De una enorme maleta entreabierta parecía asomar el mango de plástico de un paraguas infantil. Sí, era un mango blanco. La barra metalizada. Se acercó y abrió la cremallera de aquel equipaje. No podía creerlo. En su interior se acurrucaba un paraguas transparente en perfecto estado.

Raquel Fernández


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miércoles, 5 de agosto de 2015

La isla de las gaviotas


Llegamos allí no sé cómo aún. Todavía hoy sigo pensando que el destino marcó nuestros pasos para comprender ciertos hechos que pasan desapercibidos para muchos mortales. Porque la reliadad va más allá de lo que pueden percibir nuestros ojos, más allá de lo demostrable por el ser humano. Hay realidades que solo conocen aquellos que han vivido experiencias inexplicables...


Caminábamos por la orilla, siguiendo las pisadas de otros que nos precedieron, rastreando aquel lugar nuevo en pleno océano Atlántico al que nos había llevado nuestro instinto aventurero. Tras varias horas deambulando por la playa, descubrimos un camino que se adentraba en la isla. Aquel sendero nos llevó hasta una cala. La erosión de la roca había formado una improvisada escalera, poblada de algas secas y conchas sin habitante. Nos fue complicado avanzar, el suelo estaba resbaladizo por la arena y el viento de Poniente comenzaba a soplar.

Nos pilló desprevenidos, con la ropa de baño aún mojada. Sentíamos como el frío penetraba nuestra piel, pero seguimos avanzando. Al superar el último escalón, frente a nosotros se extendía una gran explanada de hojarasca y gaviotas. Sí, gaviotas. Décenas, cientos, miles de ellas. Eran las pobladoras de quel lugar, lo habían invadido con sus colores y sus nidos. Todo a nuestro alrededor se dibujaba en blanco y negro. Su graznido, amenazante, marcaba su territorio ante nuestra presencia. Parecía no gustarles mucho que estuvieramos allí.

Continuamos caminando, a ratos sobresaltados ante el enfado de alguna madre que custodiaba con ímpetu a sus crías. Un grupo de ellas alzaron el vuelo al unísono, protegiendo su hogar de forma desafiante. Pero no consiguieron intimidarnos. Nos concentramos en nuestros pasos y seguimos el camino trazado en la tierra, salpicado de plumas y excrementos. Después de algo más de media hora vagando por aquel lugar, al fondo, al borde de un acantilado, la roca cambiaba sus formas. La roca negra nos anunciaba que el hombre había profanado aquel aquel santuario natural.

-¡Es un fuerte bucanero!-, grito Andrés.

Era un fuerte bucanero, oscuro, muy oscuro, que se erigia majestuoso. Atravesamos un puente que unía la gran explanada con aquella fortificación, salvándola de aquel océano titánico que se expandía bajo nosotros. No pronunciamos palabra alguna durante aquel recorrido, tan solo nos dejamos llevar hasta la entrada de aquella fortaleza.

Accedimos a su interior y recorrimos todas sus estancias. La mayoría de sus habitaciones daban al mar. Uno de aquellos cuartos llamó poderosamente nuestra atención, el tiempo parecía haberse parado en su interior. Las sábanas de la cama estaban intactas, sus pliegues no marcaban el peso de ningún cuerpo. Sobre la estantería, varios cuentos envejecidos por el moho, una muñeca de trapo también enmohecida y un pequeño cofre que guardaba los secretos de una princesa de rizos de cobre. Lo supimos por un dibujo desgastado que también escondía aquel joyero. En aquel íntimo reino no parecía haber hueco para los monstruos.

Las paredes estaban amarillentas, verdosas en algunos puntos. Los restos de pintura que había sobrevivio al paso de los años, estaban descascarillados, deslucidos, como oxidados. El polvo y las telarañas habían invadido aquel rincón, también el olor a humedad. Las vigas de madera mostraban las cicatrices de la carcoma que seguía devorando su trofeo, y aunque era un sonido leve, casi imperceptible, se escuchaban sus minúsculos mordiscos. A través de la ventana se percibía el sonido de las olas rabiosas rompiendo contra la piedra. Desde allí nos sentiamos los dueños de aquella isla.

Después de curiosear un buen rato por aquella estancia, una ráfaga de aire cerro de golpe el vetanal. Al abrirlo, en el horizonte, distinguimos algo que se movía a lo lejos. Al principio era un punto negro en mitad del océano. Según se fue aproximando, nuestra vista pudo intuir que se trataba de una barcaza. No parecía tener ocupantes. Avanzaba sola, entre la neblina, guiada por la marea, custodiaba por una bandada de aquellas aves. Arribó en una pequeña playa escondida que solo se podía ver desde aquel punto. Las gaviotas descendieron a tierra y esperaron en la orilla.

Tras un instante, algo se incorporó en la barca. Era una niña de piel blanquísima. Ella, en pie y en equilibrio con el mar, parecía dialogar con las olas y las aves. Entonces desplegó sus alas, dejándonos ver su interior; se extendían también blancas hasta las puntas que tomaban una tonalidad grisácea, casi negra. Ante esta extraña visión, dudamos. Era una niña. No, era un pájaro. Sus alas se volvieron a agitar. Era ambas cosas. Miró a sus compañeras y juntas emprendieron el vuelo hasta el interior del fuerte.

Esperamos allí sigilosos, miestras nuestros oidos seguían la marcha de su aleteo. Tras divagar sobre qué podíamos hacer, buscamos una pequeña rendija a través de una puerta entreabierta y desde aquel escondite observamos lo que estaba pasando al otro lado de aquellos muros. El cortejo se había posado en el patio central de aquella fortaleza. Formaban un círculo y giraban sincronizadas alrededor de un montón de tierra. Pasaron horas, perdimos la noción del tiempo contemplando aquel ritual. Permanecimos silenciosos, inmóviles, algo asustados. Nuestra piel se había erizado fruto del escalofrío. De repente, se despidieron con un graznido extridente y volvieron a elevarse. Cuando se alejaron lo suficiente, cuando aquel sonido de matices fantasmales desapareció, nos cargamos de valor y salimos de nuesto escondite.

El suelo estaba manchado de plumas, escamas y espinas de peces de distinos tamaños, pudimos distinguirlo entre sombras. El hedor era fuerte. El aire estaba viciado por el olor a pescado putrefacto y a defecaciones. Ya había anochecido y la luna llena iluminaba aquel escenario salpicado de pequeñas huellas de ave. Algunas eran de mayor tamaño, aunque más reducidas que las nuestras. A pocos pasos de un montículo de tierra delimitado por conchas, encontramos un sobre semienterrado en el que se habían enredado algunas algas. Estaba húmedo y sucio. No tenía remitente, pero estaba cerrado. Lo abrimos. En su interior había restos de arena y una nota. La letra emborronada era infantil: "Encontré tu tesoro. Está a salvo, en nuestro lugar secreto".

Nos miramos, asentimos. Aunque fuera incomprensible, el miedo que nos había inmovilizado momentos antes se había evaporado. Una extraña paz se apoderó de nosotros. Era cierta aquella historia que nos había contado un viejo pescador noches atrás. Permanecimos pensativos durante unos instantes. Guardé el sobre en un bolsillo de mi bañador y decidimos marcharnos. Antes, en absoluto silencio, dedicamos unos minutos a observar aquel montículo pequeño, muy pequeño; estaba compactado a modo de rudimentaria sepultura. Sobre un trozo de barro colocado a los pies de aquel montón de tierra, se distinguían algunas letras. Parecían perfilar un nombre. Lo lipiamos con la mano para leerlo mejor. Sí, era un nombre. Se llamaba Clímene.

Raquel Fernández

lunes, 27 de julio de 2015

Felicidad

Foto: Reino de Barataria

Qué delicioso es descubrir que nuestro instinto no nos ha fallado... y en el horizonte estaba la Felicidad.

La Felicidad del Hoy. Esa que se saborea de forma plena porque los momentos de dolor la han hecho más fuerte.

La Felicidad sin máscaras, la del hombro amigo, la del Nosotros. Esa Felicidad que ya no siente ansiedad, porque escuchan sus problemas y la abrazan; no la gritan, ni la imponen los deseos del otro.

La felicidad del mañana, la de los sueños compartidos, la que respeta nuestro espacio. Esa Felicidad que nos prioriza y no nos deja en tercer plano. La felicidad que nos acurruca y nos desea como el primer día.

Esa Felicidad es única, solo unos pocos la encuentran...es recompensa de valientes. Es la Felicidad de las Almas Gemelas.

Raquel Fernández

jueves, 21 de mayo de 2015

Insomnio


Tras una noche de insomnio, dio la bienvenida al nuevo día sentada en el sillón de su biblioteca. Eran cerca de las ocho de la mañana. Miró varias veces el reloj y calculó el tiempo que quedaba hasta la puesta de sol. Ya hacía algunos días que había comenzado el horario de invierno y la oscuridad llegaba demasiado pronto. Aún así, todavía tenía margen para seguir leyendo. Dentro de un rato me iré a la cama—dijo, pensando en alto—. En aquel instante, las líneas del libro que sujetaban sus manos y devoraban sus ojos eran lo único que merecía su atención.

Aunque no había cedido al sueño, sí vestía su pijama a rayas. Enfundárselo cada noche, era todo un ritual; uno más de los muchos que realizaba de forma metódica a lo largo del día. Podría haberlo echado a lavar, tenía manchas de café en una de las mangas, pero había decidido que de momento podía pasar. Paró unos segundos la lectura y observó la habitación. Miró a su alrededor, estaba sentada justo en el centro, bajo la luz de un flexo metálico de pie que había heredado de su abuelo paterno.

Al inicio de la tarde, la estancia mostraba un aspecto un tanto desértico; estaba pintada de un blanco impoluto, como el de las cortinas que adornaban las ventanas. No tenía muebles, pero sí estanterías kilométricas que ocupaban las paredes y su sillón preferido. Un sillón bajo, de oreja, tapizado en verde y muy cómodo, que le había acompañado allá donde había vivido desde que comenzó a estudiar en la universidad. El butacón compartía espacio, sobre la tarima, con varias docenas de cajas de cartón que custodiaban su "tesoro familiar". Sí, así le gustaba llamarlo. 

No se había casado, ni tenía pareja estable, pero lo que contenían aquellas cajas perfectamente ordenadas, era el ajuar que su padre, poco a poco, había ido reuniendo para ella. Tenía el ajuar más valioso del universo y le encantaba enseñárselo a las visitas. Muchos de aquellos libros eran el fruto de años enteros, de decenas de visitas al quiosco del barrio para comprar el dominical,  junto a una nueva entrega de la colección que tocaba ese semestre.

Tras comprobar lo que había escrito en las pegatinas pegadas en los laterales, comenzó a abrirlas y los libros, los cientos de libros que contenían, la saludaron con sus lomos. Fue sacándolos uno a uno, con mucha delicadeza; después los agrupó y los fue colocando en el espacio que tenían reservado. Así, los estantes se fueron rellenando por temáticas. Pasaron varias horas. Sacaba y colocaba, sacaba y colocaba; hasta que aquel desierto se transformó en oasis. Cuando por fin las estanterías estuvieron repletas, llegó el momento de realizar otro de sus rituales: observó aquella maravillosa colección, su tesoro familiar, y eligió una de sus joyas, una entre cientos. 

Se tomó tiempo en la decisión. Primero repasó los títulos del sector derecho, donde había colocado la novela negra y de aventuras. Después, los estantes centrales que contenían obras clásicas de la literatura universal. Finalmente, se detuvo en las baldas más pegadas al suelo, donde se reunían sus autores preferidos; estaban separadas del resto, en el lado izquierdo de la estantería. Tras meditar unos minutos, se decantó por Balzac, por "Ilusiones perdidas". Era lo que necesitaba leer en aquel momento y no puso ningún tipo de resistencia para dejarse secuestrar por aquella historia. 

No todo el mundo entiende la lucha a la que tienen que enfrentarse algunas personas para hacerse un hueco en su profesión. La de Claudia, muy vinculada con ese libro de Balzac, era una auténtica carrera de obstáculos. Con la última, la que le había llevado hasta aquel apartamento, ya eran tres las rupturas que sumaba su registro sentimental por el mismo motivo. ¿Por qué seguía habiendo personas que no respetan los sueños del otro?  Su abuelo se lo había explicado en varias ocasiones. La primera, cuando decidió romper con su novio del instituto, poco antes de marcharse a la Universidad. —Está claro, pequeña—le dijo, acariciando su mejilla . Ese chico, como otros muchos que irán apareciendo en tu vida, no ha leído o no quiere entender la fábula del águila y el halcón. Y tú, cariño, eres un halcón muy vigoroso que quiere volar y volar. Vuelas muy bien, pero según vayan pasando los años lo harás mejor y mejor. El secreto está en no permitir que nada ponga frenos a tu particular vuelo.

Raquel Fernández

estacion-nomada.com

domingo, 22 de marzo de 2015

Cara de rosa

Cara de rosa, dulce mirada,
mujer entregada a la vida piadosa.

Tus manos, de diosa,
con ellas crea vida:
tus bordados, armonía;
y tu pluma, melodías.

Tu sudor es tu corona,
tus arrugas, tu cetro;
y tu corazón en paz,
una estrella fugaz
que se alimenta en tu pecho.

Tu vida, un bello reinado.
Tu trono, un establo encalado.
En él, nos enseñaste a amar
y aprendimos a observar
más allá de los reflejos.



Ayer: madre, esposa y hermana.
Hoy, monarca de ternura templada.
Mañana, ángel de la guarda serás
de aquellos que han sabido apreciar
tu tiempo, valioso, que no volverá.

Aunque llegado el día,
tus brazos también se abrirán
para con tu nana acunar
a quienes no saben mirar.

Porque eres fiel amor
y la rosa más hermosa
de ese vergel que cuidas
como hortelana dichosa.

                  


 Elisa Mellídez Muñoz




Para  Elisa:
Con todo el amor de una nieta orgullosa de su abuela.
         Raquel Fernández