Ya se fue la soledad de aquellos tiempos, aquellos en los que vagábamos por las calles, junto a aquel viejo del que nunca supimos el nombre. Ya se ha marchado con él, el frio del invierno en las calles de Madrid. Ahora intento retratarlo, intento retratarnos cogidos de su mano.
Fuimos niños de la guerra, abandonados por un mundo que nos dio la espalda; un mundo injusto y prepotente. Ahora intento dibujarlo, pero solo perfilo nuestros cuerpos. Cuerpos pequeños, hambrientos, amarrados a una mano abierta entre tanto caos.
Cuando desperté aquella noche, sólo escuchaba metralla y gritos de angustia a lo lejos. Intentaba no escuchar, creía estar soñando, pero el sueño era real. Corrí al cuarto de al lado buscando a mi hermana, no logré encontrarla.
Me asusté, Lucía no estaba, sólo tiros y metralla, más y más metralla. La llamé, no escuché respuesta. La ventana se cerró con rabia y el cuarto se inundó con el vibrar de los cristales.
La luz parpadeó un instante, finalmente se apagó, no veía nada. El miedo se fue apoderando de mí, estaba solo. De nuevo en silencio, pude distinguir una respiración acelerada que no era la mía. Volví a gritar: -¡Lucía!- Nadie me respondió.
La busqué por toda la habitación, rincón por rincón y al fin la encontré dentro de un armario, bajo un montón de ropa. Lloraba desconsolada. La cogí de la mano y vagamos por la casa buscando a Mariam, pero no estaba. No había nadie allí.
Salimos fuera, pero el frio nos hizo regresar al interior. Nos abrigamos con todo lo que encontramos y nos metimos en la cama abrazados fuertemente, muy fuertemente; tanto que cuando noté que la pequeña se había dormido me separé un poco para respirar mejor. Ella dormía, yo no. El ruido de esa noche no me dejaba dormir. Había empezado a llover y las gotas golpeaban el alféizar con su ritmo precipitado.
Ya nos he retratado. Él es sólo un recuerdo, ahí en medio, como vínculo entre nosotros. Era viejo, entró en el cuarto donde estábamos; donde yo no podía dormir, donde Lucía dormía. Entró en el cuarto oscuro, pero no me asusté, sus ojos me lo prohibieron. Sus ojos me dijeron que ya no estábamos solos.
Raquel Fernández
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