jueves, 11 de diciembre de 2014

Flores de otoño

Flores de otoño sobre los tejados. Parecían mágicas. Estaban allí frente a mis ojos. Eclosionaban al ritmo del atardecer y adquirían sus tonalidades. Los colores de septiembre eran los más bellos, por eso sus puestas de sol se dibujaban presumidas. Se reflejaban sobre todas las superficies con su luz suave.

Foto: Reino de Barataria
Sin advertir si quiera lo que estaba haciendo, cometí un sacrilegio. En mi mano yacía arrancada una de aquellas flores. Había perdido su vida, su brillo. Se volvió gris, luego negra, finalmente se transformó en ceniza y se deshizo entre mis dedos. Acto seguido, todas las flores que podía ver se fueron consumiendo y desaparecieron. Aunque lo más sobrenatural y extraño llegaría poco después. 

Un punto negro marcó el centro del cielo. Fue creciendo. Crecía más y más a cada segundo. Absorbía todo lo que estaba a su alrededor: nubes, nubarrones, arco iris y por supuesto las puestas de sol. Cuando ya no quedó nada, la sábana del firmamento se volvió oscura. Pero esa noche impuesta, tampoco fue impedimento. Aquel punto voraz comenzó también a devorar las estrellas e incluso la Luna.

Me quedé como petrificado. ¿Qué había pasado? Las luces de las casas de alrededor estaban encendidas y sus habitantes miraban por las ventanas, algunos incluso se agolpaban en grupo en los balcones para observar la oscuridad que se había instalado sobre nosotros. ¿Qué podía hacer? ¿A quién se lo podía decir? ¿Sería sólo allí, en mi barrio, en mi ciudad?


Comencé a morderme las uñas y a vagar pensativo por mi apartamento. Encendí la radio, pero sólo pude escuchar música clásica y la voz de la locutora hablando sobre el concierto que estaban retransmitiendo en directo. Busqué una emisora de noticias. Faltaban cinco minutos para el próximo boletín informativo. Esperé expectante.

Mientras tanto volví a salir a la azotea y percibí la preocupación de la gente que hablaba en la calle. Por sus conversaciones, descubrí que no había sido el único al que se le había ocurrido aquella idea. Las señales horarias hicieron acto de presencia al unísono en las viviendas cercanas. Cuando el presentador comenzó a hablar: silencio. Los murmullos desaparecieron. Todos estábamos ansiosos por saber qué había ocurrido. Yo más que ningún otro.

Al parecer, el apagón había sido mundial. Ni los científicos podían explicar aquello. Lo más curioso es que nadie se había percatado aún de que además del firmamento habían desaparecido todas las flores. De repente, recordé que esa misma mañana había comprado un ramo de rosas para mi querida Ángela. Estaban en el lavabo para evitar que se marchitasen. Cuando abrí la puerta, su rojo impactante me sonrió. Estaban intactas. Suspiré. Suspiré muy muy fuerte y me desperté.

Raquel Fernández

viernes, 5 de diciembre de 2014

Lisa Gherardini

Me he despertado agotada. La fiebre se ha apoderado de mí durante toda la noche y no he parado de dar vueltas en la cama. Mi doctor no se ha apartado de mí. Es mi inseparable compañero, mi apoyo, mi confesor. Desde que quedé en cinta, mi salud se ha ido deteriorando día tras día y tengo que enfrentarme sola a la enfermedad. Mi marido lleva cerca de siete meses viajando por España y Francia, intentando vender sus telas. En su última carta me confirma que ya está en tierras italianas.

Faltan muy pocas semanas para que el pequeño o la pequeña que llevo en mis entrañas salude a la vida. Si es niño le llamaré Pietro. Si es niña, Lisa como yo. Leonardo también está siendo una gran compañía durante estos días de soledad. Aunque apenas hablamos, la delicadeza de sus manos al pintarme me sirven de consuelo. No ha querido enseñarme el lienzo. 

Cada vez que finaliza su jornada, lo tapa con una sábana y lo traslada a un gran armario que cierra con llave. Lo sé porque he intentado abrirlo en varias ocasiones y no lo he conseguido. La cerradura me ha hecho burla. El gran da Vinci dice que las obras de arte sólo pueden verse acabadas. De no cumplir esta premisa, asegura, los dioses podrían castigarnos.

¿Cómo estará quedando mi retrato? La ropa que me obligan a vestir para la pintura no me agrada mucho. Seguro que me hace más mayor. Parece vestuario de luto. Aunque a los efectos soy una viuda en vida. Me casé muy joven y aún no sé lo que es la vida en matrimonio. Mi marido solo aparece en casa una semana al año y aprovecha su estancia para concebir nuestro siguiente retoño. Con el próximo, que llegará con el nuevo año, ya sumaremos tres.

Leonardo dice que ya queda poco para acabar, que mi rostro está casi finalizado. Ya ha pintado mi pelo, mi barbilla, mis pómulos y mi nariz. Me lo va dictando para que no me aburra. También ha perfilado mis ojos. Posiblemente no estarán muy vistosos por el efecto de la fiebre. Rezo para que su pincel les aporte el brillo que necesitan. 



Tan sólo falta mi boca. Me suplica que sonría. Yo lo intento con todas mis fuerzas, pero sólo puedo sonreír hacia dentro. Hace más de una década que no lo hago y parece que se me olvidó.

Raquel Fernández

viernes, 21 de noviembre de 2014

El señor lector

Llueve. Las gotas salpican las piedras de la calzada del casco antiguo. Bajo mi paraguas me fijo en la gente que pasa a mi lado camino de la catedral, con su andar precipitado. Deambulan ensimismados en sus pensamientos, planificando su jornada, sin reparar en lo que pasa a su alrededor. Dos niños estrenan sus brillantes botas de agua chapoteando sobre los charcos y una anciana hace malabarismos sobre el bordillo para no empapar sus calcetines de rayas; a sus zapatillas de tela raídas les ha nacido un agujero.

Frente a uno de los escaparates, entre dos tiendas, una de mazapán y otra de damasquinado, alguien nos observa a todos. Sólo a ratos, porque el grueso de su atención se centra en un libro de hojas amarillas y tapas desgastadas. Está muy concentrado en su lectura. Repasa algunas líneas con su índice, susurra las frases que más le han marcado, pero el instante más especial de su rutina es el de pasar las páginas. Lo hace con gran delicadeza. Despacio, muy despacio, como si se desprendiese de una valiosa pertenencia.


A su lado se acumulan un montón de ejemplares de distintos tamaños, de variadas encuadernaciones; parecen antiguos o al menos bastante usados. Llevo un buen rato mirándole, pero parece no percatarse de mi presencia. Tal vez, no percibe mi figura difuminada por la lluvia. Creo que es un escritor, podría serlo. Junto a la pila de libros que ha empezado a recoger porque el soportal ya no le resguarda lo suficiente del chaparrón, se perfila un cuaderno de notas y una estilográfica que ha perdido su baño plateado. Cuando termina de poner sus lecturas a salvo se vuelve a sentar en el suelo, cruza sus piernas como si de un gran jefe indio se tratara y anota sus últimas ideas.


Prosigue con su tarea. Al instante, levanta su mirada, me sonríe y me invita a sentarme junto a él. Dubitativa decido acompañarle. Me saluda con sus ojos y sin mediar palabra me ofrece todo lo que nos rodea. Mi dedo señala su libreta. Él asiente. Cierro mi paraguas y abro su cuaderno. Mi intuición no me ha fallado, su pluma ha escrito ya muchas páginas. Es escritor y sí, lo que tengo entre mis manos es una novela escrita de su puño y letra.


Nuestra imagen es pura literatura. Ahora somos dos los que devoramos lo que han escrito otros. Parecemos una pareja de baile. Nuestros gestos se han sincronizado de forma mágica, hasta respiramos al unísono. El reloj de la plaza marca las horas. Es momento de abandonar ese mundo que hemos descubierto en el papel y volver a nuestra realidad. He terminado de leer su historia hasta donde estaba escrita, aún no tiene final. Nos despedimos. Es entonces cuando me percato, junto a sus botas de piel impecables por el efecto del betún, descubro un platillo que invita a depositar algún donativo. Le dejo algunas monedas, abro mi paraguas y prosigo mi camino.


Él también se levanta, pero yo ya me he marchado. Coloca todos sus libros confeccionando una alta torre que le llega hasta la nariz, uno encima de otro. La deshace, así no puede atar sus libros con la cinta de cuero que tiene preparada. Los vuelve a colocar. Ahora ha construido un torreón doble, su fardo está más compensado. Lo amarra con la cincha, se lo echa al hombro y arranca su recorrido por las callejuelas toledanas.


Ha parado de llover, las piedras brillan, huele a tierra mojada. Respira el aroma, se oxigena y suspira. Justo en ese instante ha llegado a su pensión. Sube hasta el tercer piso, las escaleras de madera se quejan por sus pasos. Su habitación está bastante ordenada. Se sienta en su escritorio, coloca su chaqueta de pana sobre el respaldo del sillón y vuelca las monedas que ha recaudado esa mañana. No son muchas, pero las suficientes para pagar un plato de alubias en la tasca de abajo. El resto lo guarda en una pequeña caja de marfil que acaricia al cerrar.



www.estacion-nomada.com

Se ajusta las gafas sobre la nariz, coge un folio en blanco, busca su pluma en el bolsillo del chaquetón y comienza a escribir. Primero la fecha, después:


"Querida madre:


 ¿Qué tal se encuentra? ¿Se le pasó ya su dolor de muelas? Espero de corazón que se haya recuperado. Y mi pequeño, ¿qué tal sus clases?


 Yo me encuentro bastante bien. Aún no he empezado a trabajar, pero en breve comenzaré a echar una mano en una pequeña imprenta. El sueldo no es gran cosa, pero al menos podré comer caliente. Lo poquito que ahorre, lo iré guardando para usted. Se lo haré llegar con algún conocido o a través de correos. No quiero ingresarlo en su cuenta por miedo a que le reduzcan la pensión. 


Dentro de poco hará un año. Lleve flores a su tumba en mi nombre. Ella entendería que guardase el dinero del billete para comprarle un regalo a nuestro pequeño. Cuando consiga reunir lo suficiente para permitirme ese viaje, lo haré yo mismo, le llevaré sus preferidas, esas que tanto le gustaban y jamás le regalé.


Cuídense mucho.



Su hijo que la quiere.                                                 Julián


Raquel Fernández

jueves, 6 de noviembre de 2014

Dos miradas

Me encantan esos ratos de silencio, a solas con algún libro con el que me he citado para leer. Viajar a lugares lejanos a través de sus páginas y conocer a otras gentes en otros ambientes. Me gusta empaparme de sus experiencias, sus pensamientos, de la época en la que vivieron o en la que viven. También aprender del autor, fijarme en los sinónimos que utiliza o en el tono que aporta a sus escritos.

Foto: Reino de Barataria
 A ella no le gustan los libros. A sus ojos, son mera decoración en los estantes de la librería. Sólo los usa cuando realmente los necesita, cuando se lo exige su trabajo. Sus conversaciones no incluyen referencias literarias. Salvo algún tebeo, en el equipaje de sus vacaciones no existe hueco para la lectura, es un peso innecesario.

Al llegar a una nueva ciudad, disfruto perdiéndome por sus calles, inventando mis recorridos, que el vagar de mis pasos sea mágico y me descubra algún rincón inesperado. Me considero viajero, además de soñador, por eso dejo que mis viajes me hagan soñar, sin desvelarme con los preparativos. Lo que no puedo evitar es capturar recuerdos, físicos y psíquicos, disfruto cuando los encuentro. Es una forma de regalar una pequeña parte de mi vida a las personas a las que quiero.


Ella, sin embargo, necesita que todo esté planificado. Mapas, billetes, horarios, reservas... no hay márgenes para la improvisación. Todas las paradas en su ruta de los museos están marcadas con una chincheta en el mapa mental de sus destinos, cada visita es una carrera contrarreloj. No saborea los paisajes, no degusta los momentos, le indigestan las esperas. El carrete de sus viajes aparece velado en su memoria, manchado por las agujas del tiempo.


Un tiempo que debe respetar lo establecido en el manual de sus vivencias. Cada paso, supervisado; cada cambio, cotejado por la tradición. Guardó sus deseos en el baúl de su infancia y allí continúan. Los añora, pero no hace nada para acunarlos, le intimida su llanto.


A mí no me gustan las lágrimas, sólo las de alegría, aunque a veces son necesarias. En ocasiones sirven para tomar impulso, pisar con fuerza y levantarnos de la última caída. Las caídas son nuevos pasos en el recorrido hacia mis sueños. Sueños de loco, sueños imposibles, pero sólo míos. No permito que nada ni nadie los contamine con reglas rancias o prejuicios enquistados.


Ella se levanta enfadada, yo sonrío. En mi cara hay dos hilos diminutos que levantan constantemente mis labios. A pesar de los malos momentos me encanta sonreír.


Raquel Fernández







sábado, 25 de octubre de 2014

A Andrea

Querida Andrea:

No sé con todo detalle por lo que estás pasando, pero lo intuyo. Y ¿por qué?. Porque tal vez he podido enfrentarme a situaciones parecidas a las que te estás enfrentando tú.

En esta vida hay gente (más de la que nos imaginamos) que padece la peor enfermedad que se puede padecer: la ENVIDIA. A estos personajes (no se les puede calificar de otro modo) se les tilda de “vampiros emocionales” en el campo de la psicología. Son personas frustradas por alguna razón, que proyectan sobre los demás (o al menos lo intentan) sus propios complejos, sus propias frustraciones. No son las de sus víctimas, son las suyas. Descargan sus miedos contra esas personas a las que envidian. 


Y te preguntarás, ¿por qué las envidian?.


Creo que esta fábula te ayudará a entenderlo mejor. Lo entenderás rápido, Andrea. 


Cuenta una fábula que en cierta ocasión una serpiente empezó a perseguir a una luciérnaga. Ésta huía muy rápido y llena de miedo de la feroz depredadora, pero la serpiente no pensaba desistir en su intento de alcanzarla.

La luciérnaga pudo huir durante el primer día, pero la serpiente no desistía, dos días y nada. Al tercer día, ya sin fuerzas, la luciérnaga detuvo su agitado vuelo y le dijo a la serpiente: ¿Puedo hacerte tres preguntas?


No acostumbro conceder deseos a nadie, pero como te voy a devorar, puedes preguntar, respondió la serpiente.


Entonces dime:

¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?
¡No!, contestó la serpiente.

¿Yo te hice algún mal?

¡No!, volvió a responder su cazadora.

Entonces, ¿Por qué quieres acabar conmigo?

¡Porque no soporto verte brillar!, fue la última respuesta de la serpiente.


A pesar de los intentos de las serpientes, las luciérnagas brillan y brillan, jamás podrán acabar con ellas. La LUZ que desprenden es muy poderosa, como la que irradias tú, Andrea. Tú eres una de esas luciérnagas que brillan y brillan!! No dejes jamás que nada ni nadie apague tu LUZ. 

Raquel Fernández


Foto: Reino de Barataria

jueves, 16 de octubre de 2014

Amistad

Según pasan los años se va haciendo más nítido el interior de quienes nos rodean. Muchas veces hemos sido ingenuos y nos hemos dado a gente que realmente no quería conocernos.

Nuestra verdadera esencia va más allá de esos ratos de risas en un bar, es mucho más profunda y se va desgranando a lo largo de toda una vida. Por eso es gratificante sumar días y experiencias, son el mejor vehículo para comprobar quienes son los amigos de verdad. Nos lo han podido advertir nuestras madres, leerlo en una novela, pero solo el tiempo los hace evidentes.

Los amigos son aquellos que siguen a nuestro lado a pesar de las malas rachas, que no nos juzgan por nuestras decisiones, que se ponen en nuestra piel, que no nos exigen, que nos escuchan sin posicionarse .

Los amigos no se coleccionan, los de verdad se mantienen. Los sentimos cerca porque se encargan de que así lo sintamos a pesar de la distancia. Nos abrazan mentalmente y luchan por que no olvidemos que somos especiales para ellos.

Me siento muy afortunada por contar con esa gente, esos amigos, que no han dejado de valorarme nunca, que no han dejado de estar nunca. Son auténticos tesoros, un auténtico privilegio.


Raquel Fernández

viernes, 19 de septiembre de 2014

Silencio

El silencio y las sombras lo inundan todo...

Tan sólo el murmullo de las ramas y el susurro del agua que emana de esa fuente, me hacen recordar que hace tan sólo un instante, las voces infantiles luchaban en este espacio. 

Un perro ladraba persiguiendo una pelota perdida entre los árboles y su dueño lloraba asustado. Su llanto se mezclaba con las canciones de las colegialas que saltaban a la comba; reían emocionadas, acariciadas por el viento y el piar de los gorriones.

El rodar de los neumáticos y el rugir de los motores me hicieron volver a la realidad. Pero volví a soñar, tras rescatar de mi guitarra esas melodías que antaño inundaban las salas de fiesta y los salones de baile; melodías con las que comencé a vivir. 

Vuelven a mí los aplausos de un público emocionado, que disfrutaba al son de la salsa y el merengue. Gente llena de vida, que marcaba el ritmo del piano con sus caderas y sus piernas; gente que olvidaba sus problemas tarareando lo que escuchaba. Ya no veo a aquella gente, sí en mis sueños.

Recuerdo aquella vez... la voz sensual de Lola me despertó con una de mis canciones. Ella estaba en la cocina preparando el desayuno y endulzaba el café con las notas del bolero. Me levanté feliz y acompañé el estribillo acariciando con mis dedos las teclas de mi compañero, el que me hacía creer que la vida era feliz, que la música todo lo curaba. 


Foto: Reino de Barataria

Cualquier instrumento me servía. El delicado violín con el que interpretar las más tristes letanías o el animado tambor; aunque siempre que podía elegía a mi inseparable colega. Con él presidía todas las fiestas nocturnas, cuando ese calor de mi tierra no nos dejaba dormir. 

No existían ni los días, ni las noches. El tiempo era una experiencia infinita, un bucle interminable plagado de sonrisas adictas a la música. Era nuestra pasión. Éramos asiduos a aquella ceremonia en la que el baile purgaba todos nuestros desalientos, todas nuestras frustraciones. Nuestros complejos supuraban por los poros de nuestra piel y se evaporaban al compás que marcaban nuestros cuerpos. Sentíamos que aquello, aquella sensación, aquel micro mundo en el que vivíamos siempre estaría ahí, que iba a ser algo eterno.

Entonces huíamos del silencio, ahora nos acecha. 

El silencio y las sombras lo inundan todo...

Raquel Fernández

viernes, 5 de septiembre de 2014

Con nombres propios

Honrada me siento por ser hoy vuestra voz, la voz de un pueblo.

Para los primeros que llegaron, para los que habéis venido después, mi pluma ha escrito una historia. Una historia con la que he intentado resumir la esencia de las gentes que aquí vivieron y ahora viven; la de aquellos que lucharon para que sus descendientes se sintieran orgullosos, como yo me siento en su nombre.


A lo largo de mi vida he hablado con los sabios del lugar... nuestros abuelos, nuestros padres. Siempre me ha encantado escucharles... y cada uno me ha ido aportando sus experiencias. Diréis que ya se han escrito libros sobre Talavera, la Nueva, que lo que expongo no es nada nuevo, pero para mí la verdadera historia de un pueblo, de un lugar... para que brille con su verdadera luz, debe estar escrita con "nombres propios".


Foto: Reino de Barataria

De los primeros no sé ni nombre, ni apellido, ni apodo... sólo que aquí vieron una tierra fértil y se asentaron en la villa romana de El Saucedo. Esto fue hace mucho, mucho tiempo... en el siglo primero de nuestra era, pero el narrador en el que ahora me transformo ha decidido saltar muchas décadas y hacer una parada en el tiempo.

Es momento de cerrar los ojos y concentrarnos, para al abrirlos poder mirar lo que nos rodea en "blanco y negro"; el tono con el que lograremos retroceder hasta los años cincuenta del siglo XX.

Erase una vez un pueblo. Un pueblo cercano a Talavera de la Reina, que compartía su nombre, aunque no su apellido, porque "nueva" era su savia. Un pueblo que empezó desde cero entre tierras de cultivo.

Primero fueron los "barracones". Algunos allí vivieron y lo recuerdan como si hubiera sido ayer. Trabajaron muy duro para ver en pie sus casas y las de otros que fueron llegando más tarde. 

Más de cien familias de jornaleros de distintos puntos de la comarca encendieron aquí su lumbre... la de sus braseros, la de sus candiles; también esa lumbre con la que calentar las "catas" de sus matanzas... y sus migas y sus puches... y sus buenos cocidos para aguantar de sol a sol en el campo.

Un pueblo con un primer alcalde, don Felipe Rodríguez y con dos escuelas, la de niños y la de niñas; y sus maestros: doña Adela, don Ricardo, doña María y don Gervasio.

Un pueblo con una iglesia... y un patrón, San Francisco de Asís; y con un cura, don José y una alta torre... con su campanario y sus cigüeñas.

Un pueblo con un médico, don Olimpio y por supuesto un alguacil; ese hombre orquesta que también era cartero y pregonero, el señor Valentín.

Un pueblo con una plaza que ¡Mmmmm olía a pan!...  porque en una de sus esquinas se horneaban las hogazas que fabricaban el señor Cándido y la señora Paula.

Una plaza en cuyos portalillos se abrieron las primeras tiendas. La de la señora Justa y el señor Moreno, la de Flores y la de Jacinto y Virgilia, que trajeron al pueblo los primeros cántaros y los primeros botijos.

Tampoco faltaban los helados y el rico agua limón granizado que elaboraban los hermanos José y Flores que se colocaban allí, frente a la iglesia, los domingos y festivos, para endulzar y refrescar los paladares durante los meses de calor. Años después llegaría el quiosco, en el que tantos hemos comprado golosinas al salir de misa.

Y qué decir del cine. También los domingos y los jueves. Lo traían en tío Rebulle y el tío Pichurrique. Era una cita muy esperada por niños y no tan niños. "Silla en mano" familias enteras corrían hasta el patio donde se reproducía la película seleccionada para esa semana... Esto fue así, hasta que se abrió la sala de cine "López" en la que ahora es la plaza de la Constitución.

Pero Talavera, la Nueva también ha sido centro de otras artes. Entre sus vecinas grandes "artistas del hilo" que se reunían en sus barrios para coser y coser; para dar vida y color a sus deshilados y sus bordados.

La alegría de vivir ha estado presente siempre en este pueblo y en esta plaza, donde aún quedan cosas por contar. Algunas han cambiado poco desde entonces... La plaza sigue siendo "centro" de los festejos, antaño incluso taurinos. Tableros en los portales y carros alrededor servían para vallar una improvisada plaza de toros, pilón incluido. De esto algo sé, porque a mi familia por parte de padre, aquí en el pueblo, les apodaron los "Cordobeses", en honor a uno de mis tíos al que le gustaba saltar de espontáneo a los ruedos.


Y no podemos olvidar el primer bar, el de Teodoro, donde además de los botellines y las partidas de cartas para los mayores, por "una peseta" los niños podían ver los programas infantiles en la televisión. Pero donde Teodoro también se podía bailar y bailar en la discoteca.

Para bailar, música. Los primeros músicos de Talavera, la Nueva tenían una orquesta, los "Zeyde". Félix al acordeón, Julio a la trompeta, Antonino al saxo y Cirilo a la batería. De esto también algo sé... a mi familia por parte de madre nos llaman los "Músicos" o los "Navalqueños".

Y al son de esa música que es la vida, la historia de este pueblo ha continuado ampliando sus páginas... Se sigue escribiendo también hoy, en esta misma plaza...


Me permitirán que con orgullo dedique este relato a mi familia, a mis amigos, a mis vecinos; a los que están y a los que se fueron. A mi tío Cirilo tocando su batería y a mis abuelos. A los paternos, Iluminada y Vitorio (Los cordobeses) y a los maternos, Elisa y Pedro (Los navalqueños); que nos han enseñado a valorar lo que tanto sudor les costó, como a tantos y tantos agricultores y ganaderos de esta tierra.

A todos. A los primeros que llegaron, a los que habéis venido después, os dedico estas líneas que mi pluma ha escrito.


Raquel Fernández


 





















viernes, 29 de agosto de 2014

Condenadas

Ha sido difícil camino... muchas trampas les pusieron a lo largo de la historia, vigiladas por ese señor insolente que no les dejaba clamar. "Seres inferiores" las llamaron y por ello eran maltratadas e injuriadas.

Largo fue el llanto y espesa la sangre que se ha derramado hasta hoy. Un hoy donde siguen quedando charcos de angustia en un mundo donde la conciencia no existe.


No miro a las victoriosas, aquellas que viven como deberían haber vivido siempre... Miro a las que siguen encarceladas dentro de su propio ser. Sus gritos no son escuchados, ni el sonido de sus pasos, está prohibido; tampoco su rostro hermoso se vislumbra. Prisioneras por su sexo, prisioneras en su casa.



Foto: Reino de Barataria
No miro a las liberadas. Miro rostros adolescentes que esperan hacer dinero con sus favores a desconocidos en la parte trasera de un coche. Las trajeron engañadas. Dejaron lejos su infancia junto a sus familias, con el propósito de encontrar una vida mejor.

No se engañe al contemplar, no ciegue sus ojos con una luz que cree apreciar clara, porque la niebla nos sigue acechando. La lucha no ha terminado, el camino se bifurca y por eso continúa.


Algunas han encontrado un sendero agradable, han nacido en un momento y un lugar oportuno. No miro a éstas, miro a esas otras que son trueque desde niñas para solucionar problemas domésticos. Ellas no pueden elegir, no pueden seguir la senda que les lleva a la felicidad. Su destino ya ha sido tapiado.


No miro a las que dejaron atrás un pasado oscuro. A ellas, no las miro, ya se han salvado. Miro a una mujer de mirada triste, con un bebé entre sus brazos. La miro y la miro, no puedo apartar mi mirada. Condenada por ser mujer, va a morir apedreada.


Raquel Fernández

jueves, 14 de agosto de 2014

El león que miraba a las estrellas.

Erase una vez un vasto reino celestial de cometas a la deriva... Y erase un león que miraba a las estrellas.

Un día un cisne negro que custodiaba las galaxias escuchó un rugido muy potente. Miró por su telescopio, pero tardó muchos años luz en localizar el punto exacto desde el que se había emitido aquel sonido. Sobre un asteroide muy brillante un niño cantaba las canciones que había soñado durante muchas noches.


El cisne se sorprendió, no sólo por la voz de aquel niño cuyo rugido se traducía en notas musicales; lo que más llamó su atención, fue su fuerza de voluntad y su constancia. Cada vez que impactaba con algún meteorito, se levantaba y volvía a cantar con más y más fuerza; acto seguido su asteroide se volvía más y más luminoso. 

Pasaron décadas. El cisne era feliz porque el Universo tenía su propia banda sonora y las galaxias brillaban más que nunca. Ya no solo resplandecían las estrellas, los asteroides y algunos planetas también formaban parte de la nueva iluminación sideral. Otros niños y cachorros habían seguido el ejemplo de aquel León y construyeron con su luz gigantescas constelaciones.


Pero de repente un día, el silencio y la oscuridad se fueron apoderando de aquel reino. Asteroides, planetas y estrellas fueron apagándose poco a poco. El lunes una, el martes tres,... hasta que sólo quedó encendido el asteroide del niño que rugía sus melodías.

El cisne se preguntó qué había pasado y fue a visitar al León. Él tampoco entendía por qué había sucedido aquello. Se subió sobre el lomo del cisne y volaron a través de las galaxias. Necesitaban hablar con Aldebarán, la estrella más brillante de la constelación de Tauro. Ella fue quien se lo desveló, se lo habían contado sus hermanas, las Pléyades. Aquellos niños habían dejado de brillar porque ya no se valoraban, infectados por los comentarios de otros que no entendían lo importante que era la música.

Desde entonces el cisne sigue recorriendo el universo para recuperar el brillo de los que apagaron su luz, aquellos que en algún momento flaquean en su empeño de hacer realidad sus sueños. A él le encanta soñar, por eso acurruca entre sus alas a todos los náufragos que va encontrando en su camino y les aporta el impulso que necesitan para seguir luchando por lo que creen.


Miremos a las estrellas, allí están nuestros sueños y dentro de nosotros ese león que nos animará a cumplirlos.



Raquel Fernández

viernes, 11 de julio de 2014

Canción nocturna

Foto: Reino de Barataria

La melodía de la noche
se ha posado en mi ventana
y me ha dicho en un susurro
que te podré ver mañana.

Muchas horas perdería
junto a ti.
Por tu alegría,
por tu forma de vivir,
por la chispa de tus ojos;
por los besos que me das,
que el corazón me hace latir.

El sentido sentimiento 
que no sabes que sentí.
La llamada del de adentro 
que me dice a gritos: Abrid!
Castellano de un castillo
al que tú deberías ir,
porque mi vida, es tu vida 
y juntos la debemos vivir.

Amadís, el de princesas. 
Anibal, el de batallas.
Conquistadores los dos, 
con un mismo encargo del alma.
Buscar, hallar, encontrar, 
lo que les acecha y no para,
que les vencerá sin posible remontada.

Pues es amor y no guerra,
es amor y no gala
y ellos como yo
perderán esta batalla.
Pero la herida que fluya
podrá ser recompensada.

Quizás tú tengas la cura
que cierre la brecha helada,
que reviva a la que muere,
tras la armadura que arma. 

Raquel Fernández



viernes, 4 de julio de 2014

El mundo al revés

Qué curiosa es la vida... La honestidad se castiga con desprecios, la sinceridad con descalificativos.... y quienes hablan de frente, sin hipocresías, viviendo al margen de chismorreos son, a menudo, dados de lado o tachados de locos. 


Bienvenidos al mundo al revés, a esa escuela "patas arriba" que tan magistralmente nos describe Eduardo Galeano. A esa jungla en la que vivimos. Bienvenidos.


Foto: Reino de Barataria
Bienvenidos a una jungla plagada de hienas infectadas por la prepotencia y la envidia. Una jungla de déspotas con poder que optan por proyectar sus frustraciones sobre los más vulnerables de su entorno. Una jungla en la que se pierden los valores, se barren los principios y se ignora la ética más primaria.

Ya sabemos que el poder corrompe, pero más aún a aquellos que no saben manejarlo, aquellos que endiosados olvidan que mañana tendrán que devolver su cetro imaginario para sentarse en el suelo entre la plebe. 

Porque son eso, una parte de la plebe, cuya ambición les ha hecho perder los escrúpulos hasta el punto de que su pulso ya ni tiembla a la hora de cortar cabezas o maquillar la verdad. Son marionetas del poder que tratan que imponer a otros esos hilos a los que están enganchados. 

Personas sin vocación, inseguras, cobardes, que se apoyan en quienes les repiten un "sí, bwana" para sentirse mejor y que no son capaces de darse cuenta de lo pegajosa que es la tela de araña en la que viven. Personas que atacan con gritos cuando se les hace crítica, personas que utilizan artimañas infantiles cuando se descubren sus mentiras y echan balones fuera.

Lo bueno es que esa medicina que utilizan no es para nada efectiva. Son tan patéticos, que sus movimientos viperinos no finalizan con una picadura mortal; hasta su veneno es torpe y fortalece a sus víctimas. Van dejando a su paso un reguero de injusticias nada sutiles, que día tras día, se van haciendo más y más evidentes. Es tal la vergüenza ajena que produce observar cómo actúan, que es imposible no pensar en el final nada feliz que les espera.

Ante esta lamentable realidad, algunos deciden ponerse vendas y jugar al sálvese quien pueda. Otros intentamos contarlo... y aunque de momento nuestra voz no tiene demasiada fuerza porque tratan de silenciarla, sí hemos optado al menos por narrarlo a modo de fábula. 

Precisamente por este tipo de gestos, esas hienas que protagonizan este ensayo, tachan de rebeldes o de locos a los que desmaquillan con palabras sus engaños.

Desde aquí les respondemos: 
¡Bendita locura la de aquellos que cada día podemos mirarnos de frente en un espejo!

Raquel Fernández

viernes, 20 de junio de 2014

Desamor

Solos en aquel momento,
ante aquel amanecer.
Pensativo,
enamorado y contento
el suspiro de un ayer.

Sorprendido,
con el gesto envenenado,
vuestro amor desvanecido.
Alejado,
solitario y apresado,
con furia envilecido,
olvidado.

Anhelo de insatisfacción,
pesadilla de pasión,
despertar de desengaño,
desvelo de compasión.

Amor, sueño despierto
que amanece sin dolor,
muda al tañer el alba,
se marcha al salir el sol. 

Raquel Fernández

Foto: Reino de Barataria

viernes, 6 de junio de 2014

Las sombras del laberinto

La humedad penetraba en cada uno de sus huesos casi entumecidos. Esa humedad insistente que había empapado su ropa y su rostro. Humedad que se hacía más presente cuando miraba a su alrededor y tan solo veía los laterales de aquel túnel que no tenía fin. 

Las paredes oscuras se iluminaban a su paso por el resplandor de una antorcha que luchaba por no apagarse. El eco de sus pasos rebotaba en la cavidad y sus pensamientos comenzaron a hacerle compañía. Sus recuerdos también le seguían y se materializaron en forma de sombras.

Una correa golpeando su espalda, su llanto y su madre desencajada. Aquel hombre había vuelto a su casa otra vez borracho y se topó con él. Descargaba su ira sobre su cuerpo débil, sobre su piel blanca infectada de cicatrices. El largo pasadizo amplificaba los gritos desesperados que helaron su respiración.

De repente, tropezó y cayó, pero mantuvo firme su antorcha. Sus ojos estaban más y más cansados, sus músculos perdían fuerza. La lucha entre la luz y la oscuridad se volvió a apoderar de aquel reducto y las sombras le mostraron otra imagen. Ante él, la escuela y la puerta entreabierta del despacho del director.

De nuevo gritos y golpes, pero esta vez era Alejandro. Carmelo le golpeaba fuertemente en el abdomen con la regla de madera. El dolor le obligaba a encogerse, pero el maestro le exigía que se incorporase. Una vez. Otra. Así cientos. Era un castigo habitual en aquellas aulas.

El túnel seguía creciendo y él seguía caminando por inercia. La humedad ya le había vencido, pero no podía parar. Si se detenía su promesa estaría vacía y quienes le esperaban perderían la esperanza. Les dejó allí, asustados, al otro lado de aquel agujero.


Escucharon el ruido de las rocas desplomándose, pero ya era tarde, la salida estaba bloqueada. Uno de los niños se recostó sobre la pared y dio con aquel pasadizo. Antonio decidió inspeccionarlo. Aquella oquedad oscura se presentaba como su única esperanza.

Comenzaba a perder la noción del tiempo. Habían pasado muchas horas y su respiración se entrecortaba. Acercó la antorcha a ambos lados del camino y buscó un lugar seco donde poder sentarse. Se tumbó, apagó la llama y el cansancio hizo el resto.

Comenzó a soñar. Sus sueños se transformaron en sombras que se unieron a otras que también vagaban por aquel lugar plagado de bifurcaciones. Llevaban siglos allí dentro, habitaban aquel laberinto. Se fueron aproximando, se sentaron junto a él y le susurraron al oído. Ellas tampoco habían encontrado la salida.


Raquel Fernández