Foto: Reino de Barataria |
Un punto negro marcó el centro del cielo. Fue creciendo. Crecía más y más a cada segundo. Absorbía todo lo que estaba a su alrededor: nubes, nubarrones, arco iris y por supuesto las puestas de sol. Cuando ya no quedó nada, la sábana del firmamento se volvió oscura. Pero esa noche impuesta, tampoco fue impedimento. Aquel punto voraz comenzó también a devorar las estrellas e incluso la Luna.
Me quedé como petrificado. ¿Qué había pasado? Las luces de las casas de alrededor estaban encendidas y sus habitantes miraban por las ventanas, algunos incluso se agolpaban en grupo en los balcones para observar la oscuridad que se había instalado sobre nosotros. ¿Qué podía hacer? ¿A quién se lo podía decir? ¿Sería sólo allí, en mi barrio, en mi ciudad?
Comencé a morderme las uñas y a vagar pensativo por mi apartamento. Encendí la radio, pero sólo pude escuchar música clásica y la voz de la locutora hablando sobre el concierto que estaban retransmitiendo en directo. Busqué una emisora de noticias. Faltaban cinco minutos para el próximo boletín informativo. Esperé expectante.
Mientras tanto volví a salir a la azotea y percibí la preocupación de la gente que hablaba en la calle. Por sus conversaciones, descubrí que no había sido el único al que se le había ocurrido aquella idea. Las señales horarias hicieron acto de presencia al unísono en las viviendas cercanas. Cuando el presentador comenzó a hablar: silencio. Los murmullos desaparecieron. Todos estábamos ansiosos por saber qué había ocurrido. Yo más que ningún otro.
Al parecer, el apagón había sido mundial. Ni los científicos podían explicar aquello. Lo más curioso es que nadie se había percatado aún de que además del firmamento habían desaparecido todas las flores. De repente, recordé que esa misma mañana había comprado un ramo de rosas para mi querida Ángela. Estaban en el lavabo para evitar que se marchitasen. Cuando abrí la puerta, su rojo impactante me sonrió. Estaban intactas. Suspiré. Suspiré muy muy fuerte y me desperté.
Raquel Fernández